En Jujuy, hace treinta y tantos años, cuando me inicié en el periodismo no había posibilidades de formarse académicamente en el oficio. Muy pocos tenían la posibilidad de abandonar la provincia para estudiar en la prestigiosa Facultad de Periodismo y Comunicación Social de la Universidad Nacional de La Plata. Las redacciones de los dos diarios que circulaban en Jujuy en aquel entonces, en su mayoría, estaban integradas por empíricos, es decir periodistas que se habían formado en el ejercicio diario.
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En Jujuy, hace treinta y tantos años, cuando me inicié en el periodismo no había posibilidades de formarse académicamente en el oficio. Muy pocos tenían la posibilidad de abandonar la provincia para estudiar en la prestigiosa Facultad de Periodismo y Comunicación Social de la Universidad Nacional de La Plata. Las redacciones de los dos diarios que circulaban en Jujuy en aquel entonces, en su mayoría, estaban integradas por empíricos, es decir periodistas que se habían formado en el ejercicio diario.
Los periodistas compartíamos no solo el espacio laboral. Una vez que concluíamos la labor diaria, era casi un rito, reunirnos en "tertulias"-cuando caía la noche- llamados por la pasión que nos unía: el periodismo. El fanatismo por el oficio nos llevaba a hablar la mayor parte del tiempo, por no decir todo el tiempo, del mundo de las noticias.
Cada vez que recuerdo esos tiempos pienso en el genial colombiano Gabriel García Márquez, premio Nobel de Literatura, quien ante todo era periodista y para él este era el mejor oficio del mundo.
En su rol de presidente de la Fundación para un Nuevo Periodismo Iberoamericano, el 7 de octubre de 1996 durante la 52a. Asamblea de la Sociedad Interamericana de Prensa (SIP) ofreció un discurso memorable. En esa suerte de clase magistral habló de las "tertulias" y de la formación de los periodistas en las redacciones.
"No existían las juntas de redacción institucionales, pero a las cinco de la tarde, sin convocatoria oficial, todo el personal de planta hacía una pausa de respiro en las tensiones del día y confluía a tomar el café en cualquier lugar de la redacción. Era una tertulia abierta donde se discutían en caliente los temas de cada sección y se le daban los toques finales a la edición de mañana. Los que no aprendían en aquellas cátedras ambulatorias y apasionadas de veinticuatro horas diarias, o los que se aburrían de tanto hablar de lo mismo, era porque querían o creían ser periodistas, pero en realidad no lo eran". . . "La misma práctica del oficio imponía la necesidad de formarse una base cultural, y el mismo ambiente de trabajo se encargaba de fomentarla. La lectura era una adicción laboral".
"La creación posterior de las escuelas de periodismo fue una reacción escolástica contra el hecho cumplido de que el oficio carecía de respaldo académico. Ahora ya no son sólo para la prensa escrita sino para todos los medios inventados y por inventar", mencionaba. "La mayoría de los graduados llegan con deficiencias flagrantes, tienen graves problemas de gramática y ortografía, y dificultades para una comprensión reflexiva de textos. Algunos se precian de que pueden leer al revés un documento secreto sobre el escritorio de un ministro, de grabar diálogos casuales sin prevenir al interlocutor, o de usar como noticia una conversación convenida de antemano como confidencial. Lo más grave es que estos tres atentados éticos obedecen a una noción intrépida del oficio, asumida a conciencia y fundada con orgullo en la sacralización de la primicia a cualquier precio y por encima de todo. No los conmueve el fundamento de que la mejor noticia no es siempre la que se da primero sino muchas veces la que se da mejor. Algunos, conscientes de sus deficiencias, se sienten defraudados por la escuela y no les tiembla la voz para culpar a sus maestros de no haberles inculcado las virtudes que ahora les reclaman, y en especial la curiosidad por la vida". Han pasado muchos años de este discurso que tiene una vigencia increíble.