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Laberintos Humanos: Lo necesario

Lunes, 17 de agosto de 2020 01:03

Cuando su marido, frente a la exquisita napolitana que la Martelia le sirviera, le dijo que era feliz por ser el hombre que eligiera, ella supo que ya no podía seguirse engañando. Fue como si se desgarrara el velo más secreto del templo, y al levantarse en la mañana juntó unas pocas cosas.

Puso en un bolso pequeño no aquellas imprescindibles para la vida, sino las que creía que la debían acompañar en el nuevo rumbo que la devolvía a un destino antiguo, el del Pleuro Díaz, quien hacía años se había vuelto ermitaño tras abandonarla. Eran un cepillo del pelo con mango florido y un pañuelo bordado de su abuela. Llevó consigo un espejo pequeño, quebrado en la punta, y un lápiz con el que había escrito cosas bellas mucho tiempo atrás, el recorte de una revista que hablaba de aventuras en Indonesia y nunca supo para qué guardaba, un tubo de alcohol en gel para poder acariciarlo sin sentir culpa y una camisa que no usaba desde entonces.

Cuando abrió la puerta de la calle, sintió que las miradas de las vecinas la acusaban con un coro que delataba sus propios deseos despechados. Pensó, y capaz que estuviera errada, que todas ellas soñaban con una vida distinta a la que vivían, y apuró el paso para perderse y ya no ser juzgada. Cuando dobló la esquina ya se dejó volar pensando en lo que vendría, sonrió ajena y trató de desacelerar el paso para disfrutar del camino que, creía, la llevaba directo a la puerta de su felicidad, allí junto a la vertiente que bajaba en un arroyo brillante donde pasaba sus días el ermitaño.

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