Don Toribio Melquiades, brujo de los Llanos riojanos, se transformó en tigre capiango y se sumó a la montonera de Facundo, a la que pertenecía. Rugía fiero entre las patas de los paisanos armados, cuando escuchó que habían acabado al caudillo y fue como si recibiera un mazazo en la cabeza.
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Don Toribio Melquiades, brujo de los Llanos riojanos, se transformó en tigre capiango y se sumó a la montonera de Facundo, a la que pertenecía. Rugía fiero entre las patas de los paisanos armados, cuando escuchó que habían acabado al caudillo y fue como si recibiera un mazazo en la cabeza.
Así nos relataba el padrecito esa historia y continuó diciendo que dudó un instante, fue y vino hasta el borde del monte y al fin, de un salto, se perdió entre la vegetación espesa. Corrió, llorando por el destino de Quiroga, hasta que comprendió que el suyo era a la vez terrible: había dejado olvidado el cuerito que le servía para la brujería.
No sabía cómo regresar. Las tropas riojanas, cuya presencia pudiera haberlo convocado, ya cabalgaban rumbo a algún destino guerrero. Recorrió tanto monte como pudo hasta que cayó exhausto cerca de un arroyo, donde bebió y se echó a dormir. Su suerte parecía echada también, y los días se sucedieron entre caza y rugidos.
Recordarán lo bella que les dije ayer que era la paisana con la que se había aquerenciado. Y don Toribio la amaba sinceramente, por lo que al pesar que siente el soldado que pierde a su general y a su tropa, se le sumaba la lejanía, quién sabe si definitiva, de aquel cariño que era suyo. Y mientras comía un venado que había atrapado con sus garras, sintió el aroma de una hembra de su especie.
Poco más abajo, una puma recorría lenta y atenta su camino de siempre, y ya saciado el hambre del Toribio, que era tan gato como ella, le hirvió la sangre con un deseo más profundo.