Después de haber visto la pintura de un zorro amarillo en esa cueva, les siguió contando Perla a Blanca y a Aurelia que se convirtieron en zorros. O eso parecía, dijo, mientras anduvimos por la playa del río y cuando despedazamos el cuerpo muerto de un perro a la vera de la ruta. Pero Tito, el mayor de mis primos, nos dijo que no era que nos hubiéramos transformado en animales.
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Después de haber visto la pintura de un zorro amarillo en esa cueva, les siguió contando Perla a Blanca y a Aurelia que se convirtieron en zorros. O eso parecía, dijo, mientras anduvimos por la playa del río y cuando despedazamos el cuerpo muerto de un perro a la vera de la ruta. Pero Tito, el mayor de mis primos, nos dijo que no era que nos hubiéramos transformado en animales.
Mucho antes, les siguió explicando, fuimos zorros que, por una brujería que ocurrió en esa misma cueva, nos volvimos niños. Nadie lo notó, pero desde ese día pasamos a formar parte de la humanidad. Las familias que nos adoptaron, porque entre las personas no teníamos ninguna, nos criaron con cariño y crecimos más o menos juntos como primos.
Luego les dijo a Perla y a Franco, el tercero de los primos, que acaso fue casualidad o era su destino regresar a ese sitio, que no fue con intención pero que fue inevitable. El resto ya lo sabe, dijo y desde esa tarde nos andarían buscando por el pueblo, porque no uno sino tres niños habían desaparecido como por arte de magia.
Yo pensé que lo que nos dijo Tito debía ser cierto porque me sentía bastante cómoda en mi condición de zorra. Cazaba para comer como si siempre lo hubiera hecho, dormía a la intemperie como si fuera lo mejor que pudiera sucederme y me rascaba el cuello o la oreja con la pata trasera.
La pasábamos, los tres jugueteando por el descampado, mejor de lo que lo habíamos pasado nunca de niños, pero hubo un día en el que quise ver, al menos de lejos, la casa en la que me había criado.