La pelea había sido dura, según nos lo relataba, sin evitar pormenores violentos, Aurelia Cintitas con su voz suave y dulce como si del contraste brotara la eficacia del cuento. Pero cuando el sol acarició la rama ancha de un árbol, inaugurando el ocaso, todos supieron que la disputa, de la que no importaba conocer la causa, debía resolverse antes que las sombras.
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La pelea había sido dura, según nos lo relataba, sin evitar pormenores violentos, Aurelia Cintitas con su voz suave y dulce como si del contraste brotara la eficacia del cuento. Pero cuando el sol acarició la rama ancha de un árbol, inaugurando el ocaso, todos supieron que la disputa, de la que no importaba conocer la causa, debía resolverse antes que las sombras.
Por ello es que habrán quedado dos en el centro, cuyo suelo era de barro, y se miraron a los ojos desafiantes. Dejaron cada uno un cuchillo y un palo que cargaban para que el debate fuera parejo y franco, se estudiaron con fiereza pero también con esas sonrisas que delatan el orgullo por el porte del contrario. El mayor, pero que tampoco lo era tanto, le preguntó al más joven quién era. Parecía querer saber los datos de aquel que iría a derrotar para alardearlos luego, con el correr de los días y los tragos.
El joven, con voz pausada, dijo que daba lo mismo quien fuera cada quien, que los hombres son apenas hojas del mismo árbol, que caen con el viento y que se olvidan. Aurelia nos dijo que le parecieron excesivas las palabras, dado el contexto, pero que las recordaba con la misma claridad con que las estuviera escuchando ahora, y entonces agregó que a esas palabras le sumó otras con las que se presentaba: soy Glauco Quichines, hijo de aquel que supo acaudillar las asonadas del treinta. Todos recordaban esos hechos, y si en la plaza se memoraba con un busto al doctor Matungo, era porque los próceres no suelen salir del barro como aquel viejo Quichines.