Pedro y Pablo marchaban con la tropa hacia el sur sin saber que eran hermanos. En el último entrevero habían perdido a Tomasito y a Kerioco, que acaso cayeran prisioneros del enemigo ya que sus cuerpos no estaban entre los degollados.
inicia sesión o regístrate.
Pedro y Pablo marchaban con la tropa hacia el sur sin saber que eran hermanos. En el último entrevero habían perdido a Tomasito y a Kerioco, que acaso cayeran prisioneros del enemigo ya que sus cuerpos no estaban entre los degollados.
No tuvieron la posibilidad de contarse sus respectivas historias porque pasaron la primera noche, tras el encuentro de armas, velando para escuchar las voces de Tomasito o de Kerioco. El día era para cabalgar, y al andar los guerreros recuerdan en silencio la vida que quedó atrás para no temer lo que pudiera acontecer.
El futuro, de no vencer, era morir o cambiar de bando, porque así eran las guerras de entonces y los prisioneros sanos militaban en el ejército contrario hasta que desertaban o vencían con sus nuevos jefes, pero pasó toda la jornada sin novedades y su destino era ocupar la ciudad del Tucumán, donde debían destronar a un gobernador que se había posesionado por la fuerza.
Sol y silencio hasta que en la noche regresaba el silencio en torno a los fogones que se apagaban para que sólo quedara en pie la guardia. Pedro estuvo en vela hasta que oyó un chistido que lo convocaba desde el monte oscuro. Una, dos veces lo llamó con el canto de un ave de la selva que ambos conocían y que era ajena a esas tierras.
Pedro anduvo unos pasos en las sombras hasta que escuchó la respiración que ya no se ocultaba y la voz de Kerioco que le hablaba bajo. ¿Qué hacés acá?, le preguntó asombrado Pedro y Kerioco le respondió que volvía para buscarlo: esta no es nuestra guerra, le dijo.
