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10 de Septiembre,  Jujuy, Argentina
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Laberintos humanos. La costa de Brasil

Viernes, 01 de agosto de 2014 00:00
Macarena era ya una mujer mayor. Había vivido grandes aventuras hasta que la vida le sonrió y se rehízo en esta Quebrada tan lejana de aquel pueblito español. Allí vivía con sus padres desde que su amado partiera hacia la guerra en América siguiendo el bando del rey, y ella siguió su rastro. Los jóvenes entonces se le acercaban para escuchar su aventura cuando ya la guerra era otra, la de los unitarios y los federales.
Entonces les contaba de ese barco con el que atravesé la mar con mis dos hijos y ya de changos el más grande se hizo criado del mercader que comandaba el navío, el inglés, y el más chico temía, agarrado a mi pollera, tanto bramido del mar y la mirada seca de los marineros. Pero entonces no marcaba siempre el rumbo la voluntad ni aun de los hombres de mar más avezados.
Anduvimos sin rumbo peligrando el viaje y la vida. Perdimos la costa en las tormentas y dimos a una playa en la que se traficaba gente y se hablaba en portugués, en la parte sur de las tenencias del Brasil. Allí el mercader bajó sus paños para vender y pasó dos días discutiendo precios y retocando destinos, porque de lo que cargaba en el barco dependía el regreso o la continuidad del viaje.
Tras los días de feria, me mandó llamar para decirme que regresaba a Inglaterra, que desde donde estaba me las debía arreglar para llegar al Perú, donde estaba mi hombre. Lo dijo como si fuera algo posible, que así le creí, y me ofreció quedarse con mi hijo mayor, el Pedro, que entonces tenía 5 años, para educarlo porque él no tenía hijos propios.


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Macarena era ya una mujer mayor. Había vivido grandes aventuras hasta que la vida le sonrió y se rehízo en esta Quebrada tan lejana de aquel pueblito español. Allí vivía con sus padres desde que su amado partiera hacia la guerra en América siguiendo el bando del rey, y ella siguió su rastro. Los jóvenes entonces se le acercaban para escuchar su aventura cuando ya la guerra era otra, la de los unitarios y los federales.
Entonces les contaba de ese barco con el que atravesé la mar con mis dos hijos y ya de changos el más grande se hizo criado del mercader que comandaba el navío, el inglés, y el más chico temía, agarrado a mi pollera, tanto bramido del mar y la mirada seca de los marineros. Pero entonces no marcaba siempre el rumbo la voluntad ni aun de los hombres de mar más avezados.
Anduvimos sin rumbo peligrando el viaje y la vida. Perdimos la costa en las tormentas y dimos a una playa en la que se traficaba gente y se hablaba en portugués, en la parte sur de las tenencias del Brasil. Allí el mercader bajó sus paños para vender y pasó dos días discutiendo precios y retocando destinos, porque de lo que cargaba en el barco dependía el regreso o la continuidad del viaje.
Tras los días de feria, me mandó llamar para decirme que regresaba a Inglaterra, que desde donde estaba me las debía arreglar para llegar al Perú, donde estaba mi hombre. Lo dijo como si fuera algo posible, que así le creí, y me ofreció quedarse con mi hijo mayor, el Pedro, que entonces tenía 5 años, para educarlo porque él no tenía hijos propios.


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