Cuando Baltasar Ríos despertó de la siesta, sintió que renacía. Desde ese momento y hasta la noche, estuve con él, y en ningún momento se desesperó por un vaso de vino ni creyó que le fuera imposible salir del vicio. Varias veces, en esas horas, tratamos el tema, y llegamos a la conclusión de que debía haber algo de la gracia divina volcada sobre su voluntad.
A veces se me hacía que el mismo Dios del cielo estaba harto de mi manera de vivir, me dijo en algún momento antes de que las campanadas llamaran a misa. Se me hace que puteaba, daba un puñetazo sobre alguna nube y se preguntaba si había creado al hombre para eso que era yo. Alguna vez, al verlo en la cruz de alguna iglesia a la que había entrado pensando en que se trataba de un almacén, se me hizo que se arrepentía de su sacrificio al verme tanto tiempo ebrio.
Otras veces, cuando la náusea me hacía poner en duda el próximo trago, creía que se cansaría del universo que había hecho y lo destruiría de un soplido, me dijo Baltasar Ríos, pero no lo hacía, ni yo dejaba de beber. Sólo esta tarde, cuando me desperté de la siesta, sentí que el bostezo que daba me impulsaba a renacer, y aquí me tiene, me dijo.
Lo que yo podía ver, de todos modos, no era gran cosa, pero era consciente de lo que ese poco le estaba costando y de lo mucho que le costaría cuando tuviera que enfrentar las tantas otras cosas de la vida: conseguir empleo o tratar de rellenar de algún modo la soledad. Y aún así, con tan poca cosa, puedo asegurarles que esa tarde, para mi, Baltasar Ríos fue un héroe.