El Diablito, que esperaba en vano ser enterrado, fue la viva imagen de la melancolía hasta el extremo de que su estampa, en remeras y en vasijas, representaba la pérdida del amor antes que la alegría de los lejanos carnavales. Si bebía, no era para bailar sino para olvidar el olvido de su pueblo.
Dicen que en las noches, cuando la luna llena baña el faldeo de los cerros, se lo escucha murmurar la palabra: ingratos, como un lamento que se funde con las pocas aguas que le restan al río Grande pasadas sus lluvias. Otros dicen que se fue a la ciudad para alentar a un equipo de fútbol, allí donde nadie sabe de su esencia agrícola.
Lo cierto es que una perrita negra fue la única que creyó que era posible hacer algo. Alguien recordará aún que las perras de pelaje negro son las únicas capaces de enfrentarse con el Diablo, y esta resolvió asumir su destino y marchar a esas fronteras para saber de la razón del fin de los carnavales.
Lo hacía por una causa muy sencilla: eran los perros los que más sufrían los estruendos que estallaban cuando los entierros del Carnaval, y cuando ya no se lo hizo, les faltaron. Dicen los psicólogos, y ni hiciera falta que lo dijeran, que más se extraña un sufrimiento que una alegría, así que la perrita negra era la indicada para coronar este cuento.
Pero la perrita en cuestión tenía una familia de pertenencia, lo que le agregó nuevos inconvenientes al tema, porque una perrita criada en un hogar suele ser extrañada aunque su misión sea tan importante como la que se proponía realizar.