El hecho tuvo algunas implicancias teológicas que consumieron algo de tinta por aquellos años, porque se pensaba que, de no haber más Carnaval, tampoco habría ya más Cuaresma ni Pascuas. Todo el edificio de una cultura dos veces milenaria se tambaleaba ante el olvido del pueblo quebradeño de enterrar al simpático personaje del Diablito, pero el hecho también tuvo sus consecuencias agrícolas.
Las chacras, desde ese año, fueron menos verdes y vigorosas que en los anteriores, y no faltó quien dijera que los maíces no tenían como su principal sentido de la vida el de alimentar a los humanos, sino el de ser bandera de las comparsas de los alegres. Campos enteros ya yermos parecían decir: no somos mero choclo ni api ni anchi ni humita, porque si no somos estandarte de los alegres, es como si nada fuéramos.
Eso, por supuesto, no lo decían las chacras sino sus supuestos intérpretes, pero no por ello a alguien se le ocurrió proponer el retorno de los carnavales porque esa sola idea no entraba entre las posibilidades del pensamiento humano, como si se hubieran borrado los último cinco siglos de cultura.
La cosa parecía estar definitivamente enterrada con el olvido del entierro del Diablito, como si a alguien se le ocurriera notar la falta de nuevas pinturas rupestres. Y fue esa resignación colectiva, espontanea e irreparable lo que hundió al Diablito en su mayor melancolía, porque más que la derrota, que en toda vida es inevitable, le dolía la falta de nostalgia de los alegres. ¿Puede olvidarse tan fácil algo que fue tan importante?