De un lado, Inés Alba de la Cruz le ofrecía su perdón al peluquero, hombre de ya sus setenta años que seguía abrazado a la moza del hotel en el rincón de la cocina donde habían sido descubiertos. Y yo que pensaba que este tipo de cosas ya no iban a pasarme, dijo el peluquero con una sonrisa.
Pero cuando ya la Inés Alba de la Cruz, con un resto de orgullo, decidió desistir y se fue a nuestro cuarto para hacer su valija y marcharse, la curvilínea moza del hotel vio pasar a un ejecutivo norteamericano que, aunque aparentemente mayor que yo, prometía mayor lujuria y se fue tras él.
El peluquero quedó tirado en un rincón viendo como la escultural moza se iba del brazo del susodicho ejecutivo y cómo Inés Alba de la Cruz se iba con sus valijas sin mirar para atrás, pero el peluquero ya tenía los suficientes años como para no tomarse nada del amor en serio, así que sonrió su mejor sonrisa, se acomodó la camisa y descubrió un bar cerca de la playa.
Allí pasó los días suficientes como para no caer en la deshonra de volver demasiado rápido, y así, como a la semana, estaba de regreso entre nosotros, quienes seguíamos charlando sobre eso de aparecer en un blog de la página web del diario. Qué se yo, decía Juan José Ferreira Miranda cuando el peluquero entraba al bar.
¿Qué pasa si uno enciende un cigarrillo o se toma un trago frente a las cámaras?, preguntó Ferreira Miranda. Pero es que estamos en la web, no en la televisión, dijo Isidoro Ducase algo ofuscado. De todos modos es una responsabilidad, le respondió Juan José.