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14 de Septiembre,  Jujuy, Argentina
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El día que no amaneció

Miércoles, 08 de febrero de 2012 21:18

Por Carlos Ferraro.

La noche del 8 de abril de 1993, los jujeños nos fuimos a dormir como siempre ocurre en los otoños de Jujuy, plenos de la plácida calma, en un clima frío pero agradable. La luna cruzaba el cielo profundo asomándose y escondiéndose entre nubes lechosas y espesas. Nada hacía suponer que al día siguiente, el sol no iba a salir.

¿Está por repetirse la historia?, es la reflexión al conocer que ya se encendió el alerta en Chile.

Es que esa misma noche, detrás de la Cordillera, mientras en la superficie de esta parte del planeta -montañas y desiertos, ríos y salares- se derramaba el silencio nocturno, en las entrañas de la tierra, hervía un enjambre sísmico que en plena oscuridad, buscaría escapar por la boca desdentada del Volcán Láscar, en el corazón desértico del la zona de San Pedro de Atacama, Chile.

Y ocurrió la erupción: cuentan los chilenos que viven en Talabre, el pueblo más cercano al cono volcánico, que se estremeció la tierra, que una bocanada gigantesca de fuego encendió el aire y el aliento ardiente de la tierra explotó arrojando rocas, lava y humo.

El episodio no duró ni un minuto y luego, cuando la oscuridad volvió a posarse sobre la comarca, todo se redujo a una suerte de permanente temblor del suelo, bramidos lejanos que subían desde debajo de la corteza terrestre, y se alzó una pluma de cenizas y humo de más de 3.000 metros de altura.

El viento del océano Pacífico soplaba con fuerzas hacia el este y se llevó los detritos volcánicos cubriendo una enorme franja de cielo con una nube tóxica que cruzó la cordillera, se extendió por el norte argentino, avanzó sobre el Brasil y llegó hasta las costas del Océano Atlántico.

Los jujeños no sentimos ni temblores ni sonidos estruendosos. Solamente los animales percibieron lo que estaba ocurriendo. Los perros ladraron toda la noche, las aves de corral gritaban alarmadas y desveladas. Los viejos gatos de las azoteas maullaban sin consuelo. Pero extrañó a los habitantes de zonas rurales que el ganado mayor mostraba su desazón con fuertes mugidos, relinchos y carreras en medio de la oscuridad. A las 6 de la mañana, comenzó a caer sobre San Salvador de Jujuy -mezclada con una tenue llovizna- una cortina de cenizas oscuras, hediondas y pegajosas. Y nunca amaneció.

Ni la luz ni el calor del sol acariciaron Jujuy esa mañana. Las luces quedaron encendidas prolongando la noche indefinidamente, y las noticias comenzaron a llegar cada vez con más frecuencia: el Láscar había reventado en Chile y sus cenizas cubrían toda la región.

Golpe de la erupción

Después nos enteramos del calibre del drama. En los departamentos de Susques, Cochinoca, y Santa Catalina se había sentido con fuerza el golpe de la erupción. Los pobladores de la puna, en cierta medida acostumbrados a los remezones, no lo habían tomado con alarma, pero mientras avanzaba la mañana, a oscuras, medían la dimensión del episodio. Los rastrojos, los sembradíos y los huertos, estaban cubiertos de cenizas azufrosas. La producción agrícola estaba tapada por una capa cenicienta y amarga que destruía flores y frutos. Pero había algo más grave: las vertientes, los cauces de ríos y arroyos de donde se proveía la población y las aguadas donde bebían los animales, también estaban cubiertas de ceniza.

Las pérdidas fueron terribles, como la mortandad de animales salvajes y domésticos, pero nada fue tan fuerte como para doblegar el espíritu de los habitantes de la región. Quizás más lo sufrió la población de las ciudades -se suspendieron las clases, se decretó el alerta sanitario, se agotaron los barbijos y hasta innecesariamente muchos superpoblaron los supermercados en búsqueda de agua y alimentos envasados-.

El 10 de abril, tímidamente, el sol se abrió paso en las nubes de lluvia y las de ceniza, y como suele ocurrir, la gente rápidamente buscó en la normalización de sus actividades, olvidarse de ese episodio de la naturaleza que le mostró su inmensa fragilidad y su pequeñez, frente a lo que había sido, apenas, un suspiro de la naturaleza.

Hace unos días, en Chile, la Oficina nacional de Emergencias (Onemi), decretó el alerta amarilla por el incremento de la actividad volcánica en torno al Láscar.

El nuevo “enjambre sísmico” se detectó en el Observatorio Vulcanológico de los Andes del Sur, cuyos instrumentos captaron serias variaciones en la actividad sísmica.

La memoria periodística recuerda rápidamente que el Láscar tuvo episodios violentos en marzo de 1983, en abril de 1993 (el que comentamos), en marzo del 2003, es decir, cada diez años, y otros menores en años intermedios -se recuerda especialmente el de mayo del 2005-. Es decir, estamos ingresando en la “zona roja” de la vida de este volcán. Y si nos atenemos a la actual actividad sísmica y volcánica del planeta, podemos decir cuando menos, que estamos en tiempos de alto riesgo. ¿Qué hacer? Es muy poco lo que el hombre puede frente a las fuerzas naturales desatadas. Pero al menos, si ocurren nuevas contingencias de este tipo, no estaremos tan desinformados para enfrentarlas.

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