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30 de Junio,  Jujuy, Argentina
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La herencia de la tía Nelly

Lunes, 30 de junio de 2025 01:04

Lo único que heredé de mi querida tía Nelly, fue don Rigoberto, ese viejo desplumado, agresivo y mal hablado. Nunca entendí porqué no me dejó su vieja colección de vinilos, o el jarrón de plata de su abuela Tita. Incluso si hubiera recibido sus macetas llenas de suculentas, me hubiese alegrado tanto más. Pero... ¿don Rigoberto? ¡Qué necesidad!

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Lo único que heredé de mi querida tía Nelly, fue don Rigoberto, ese viejo desplumado, agresivo y mal hablado. Nunca entendí porqué no me dejó su vieja colección de vinilos, o el jarrón de plata de su abuela Tita. Incluso si hubiera recibido sus macetas llenas de suculentas, me hubiese alegrado tanto más. Pero... ¿don Rigoberto? ¡Qué necesidad!

Cuando llegué a casa aquella tarde calurosa de enero, con la jaula en la mano, mi marido me miró con cara de espanto y me hizo jurar que sería solo por un tiempo, hasta encontrarle otro hogar. Que, si llegaba a extenderse más de un mes, él mismo se encargaría de dejarlo suelto en el monte. Mientras hablaba, don Rigoberto paseaba de un lado a otro de su casita de rejas, insultando con su voz chillona e irritante. Cuando nos quedamos solos, por fin se calló. Suspiré, y él suspiró. Luego abrí la jaula para reponer las semillas de su comedero y, apenas metí la mano por la puertecita oxidada, el muy desgraciado se lanzó a picotearme con su pico viejo y astillado. Pegué un grito y retiré la mano, justo cuando empezaban a salir las primeras gotas de sangre de la herida. "Viejo de porquería", le grité, y él me contestó "callate, vieja p..." "No se te ocurra hablarme a mí así", le exigí, mientras trataba de contener la sangre con un repasador. "Callate, vieja p..." repitió, varias veces. El muy astuto sabía que me ganaría por cansancio, así que corté con la discusión. Yo había presenciado varias escenas parecidas con mi tía Nelly, en las que él siempre salía ganando. Mi tía le decía "sos asqueroso, don Rigoberto", y se reía con ganas, entonces él le volvía a decir "callate, vieja p..." Pero a diferencia de ella, yo no podía reírme. A mi no me causaba gracia. Además, estaba de luto.

Mi tía Nelly me crio desde pequeñita, cuando mi padre ya había fallecido y mi madre se dedicaba a trabajar como burra de carga todo el día. Ella me iba a buscar a la escuela, me llevaba a su casa, cocinaba las milanesas con puré más ricas del mundo, y luego me dejaba dormir la siesta en su cama enorme llena de almohadones. Nunca la vi enojada, ni cansada, ni quejosa. Tenía una sonrisa que le abarcaba casi completamente su cara redonda. Sus ojos claros y chiquitos, bailaban detrás de un enorme par de anteojos de aumento y, cuando se reía fuerte, los cachetes se le inflaban y ponían color tomate. Tenía una carcajada contagiosa que se encendía por cualquier razón, pequeña o grande. Si tropezaba en la vereda, o si me quemaba con el mate cocido, o si le contaba algún chisme del colegio, o si don Rigoberto le gritaba "callate, vieja p...", ella explotaba en carcajadas. Debo admitir que, de niña, me daba un poquito de vergüenza cuando me saludaba delante de mis compañeros, porque le sacaba una cabeza al resto de las madres, porque tenía una voz potente con la que me llamaba para que la viera (como si tal cosa fuera imposible) y porque luego me alzaba al darme su abrazote de saludo. Pero cuando crecí y me fui a vivir a la ciudad, ¡extrañé tanto sus abrazos, sus carcajadas, sus cachetes colorados!

No podía creer que había heredado a don Rigoberto. ¿En qué habrá pensado mi tía cuando decidió dejármelo? Tal vez era una de sus bromas, o tal vez creyó que yo sería la única persona que no tiraría al pajarraco por la ventana inmediatamente. Debo confesar que me causaba cierta ternura, porque ese desplumado fue su única compañía durante los últimos años de su vida. Me la imagino despertándose cada mañana, saludándolo, y riéndose a sonoras carcajadas mientras don Rigoberto la insultaba. Ella le había enseñado a decir más cosas: "quiero papa" "por el amor de Jesucristo" "viva Argentina, carajo" y otras frases más que, recuerdo, pronunciaba con claridad. Pero cuando lo llevé a mi casa después del entierro de la tía, no le escuché decir nada más que "cállate, vieja p...".

Calculé entonces, después de un par de días, que el pobre don Rigoberto también extrañaba a la tía Nelly. No estoy segura de la cantidad de años que pasaron juntos, unos veinte años, tal vez más. Supuse que, así como otros animales, los loros también sienten, perciben, extrañan. Quizás solo estaba triste, tan triste como yo, y enojado, por eso sus constantes insultos. Le tuve pena, lo traté con paciencia y, con el tiempo, se fue calmando.

Pero una mañana me levanté y la jaula estaba vacía. Mi marido tomaba mate en la galería que da hacia el monte, mientras leía el diario en papel que llegaba cada mañana. No hizo falta ninguna explicación, se me hizo un nudo en la garganta y no pude emitir palabra, apenas logré tragar saliva, me senté en mi sillón de mimbre, entrecerré los ojos y me imaginé a don Rigoberto intentando volar con sus alas desplumadas, puteando a viva voz en medio del monte, buscando a su compañera, la querida tía Nelly, que tanto extrañaba.

 

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