Esta mañana desperté con esta canción viejísima metida en mi cabeza. "El que tenga un amor, que lo cuide que lo cuide. La salud y la platita que no la tire, que no la tire".
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Esta mañana desperté con esta canción viejísima metida en mi cabeza. "El que tenga un amor, que lo cuide que lo cuide. La salud y la platita que no la tire, que no la tire".
Ya sé, el hecho de conocer esta canción delata mi edad (sic), pero pasemos a la reflexión que me trajo esta tonadilla. Yo empecé a valorar la buena salud el día en que me volví celíaco, con treinta y seis años.
Aquel día, me habían asaltado en la puerta de mi casa, me golpearon, me amenazaron con un arma y robaron lo poco que tenía de valor. Tres meses después, con nueve kilos menos y una incipiente calvicie, me diagnosticaron celiaquía. ¿Celi qué?, pregunté. Celiaquía, intolerante al gluten. ¿Hay medicina que cure esa enfermedad? No, y no es una enfermedad, es una condición, continuó el especialista. Es fácil, solo tiene que dejar de consumir trigo, avena, cebada y centeno. Ok, dije, sin imaginar las dificultades que se me vendrían encima.
Para empezar, trigo hay en todo, no solo en las fugacitas de manteca o en la pizza y los fideos. Por ejemplo, está en el shampoo, en la pasta dental, en la salsa de soja. Los primeros meses fueron durísimos, porque tuve que aprender a leer las etiquetas y a explicar mi condición a familiares y amigos, aunque apenas yo mismo la entendía.
Hace quince años, cuando empezó mi historia celíaca, no había muchos productos en el mercado, así que mi esposa y yo tuvimos que aprender recetas, a darnos maña para manipular los alimentos, mezclar las harinas sin gluten, adaptar recetas, intentar, probar y errar, hasta que lográbamos algún resultado digno. No fue fácil, especialmente porque ¡la harina sin gluten no leva! No importa cuánto polvo de hornear o levadura uno le ponga, ahí queda.
De a poco me fui acostumbrando a mi nueva dieta y me volví fanático de los chipas recién horneados, incomibles cuando se enfrían porque se transforman en piedras; de las galletas de arroz con dulce de leche, algo así como cartón endulzado, y las tostadas de maíz. A estas alturas, ya ni recuerdo cómo sabían las medialunas o los sandwichitos de miga reales.
Por fortuna, hoy en día encontramos cada vez más y mejores productos. Aunque carísimos, hay opciones para todo, pizza con base de coliflor, pastas con harina de quinoa, panes de harina de arroz y semillas, galletitas, premezclas listas, etc. No obstante, el mayor desafío para un celíaco aparece cuando a uno se le ocurre salir a comer o cenar en un restaurant cualquiera, donde no ofrecen platos sin gluten especificados en la carta. La salida se convierte en una verdadera odisea hacia lo desconocido, una lotería y un salto al vacío, todo al mismo tiempo. Los riesgos de contaminación cruzada son altísimos y el presagio de descompostura se convierte prontamente en una triste y dolorosa realidad.
De nada sirve advertirle al mozo que uno es celíaco o intolerante al gluten. Con la cara desencajada suelo escuchar comentarios como: entonces no puede comer flan, señor, porque tiene huevo; le traje el helado con una galletita, es solo una, ¿qué daño le puede hacer? o ¿carne sí puede comer?
Hay una desinformación absoluta acerca de la celiaquía y tengo que hacer muchísimo control mental para no reaccionar mal ante ella. La gente cree que es una opción, no un tema de salud, como lo son otras alergias alimenticias. Y, aunque en un primer momento pareciera que interpretan mis explicaciones, inmediatamente después me ponen una panera rebosante de gluten en mi cara.
No es grave, ya lo sé, hay situaciones y enfermedades peores, mucho peores. Solo hago este llamado a la solidaridad a todos quienes tengan inherencia en el tema: tengan compasión por la comunidad celíaca, nuestra condición no es opcional, pónganle onda, traten de entendernos, solamente necesitamos un adicional chiquito de atención y cuidado.
Por lo demás, agradezco al cielo que el vino no tiene gluten. ¡Salud!