POR ALEJANDRO SAFAROV
Director de Carrera Relaciones Internacionales UCSE-DASS Integrante
Departamento de América Latina y el Caribe
IRI-UNLP y del Consejo Federal de Estudios Internacionales -CoFEI-
Hasta hace poco hablar de inteligencia artificial parecía algo lejano, propio de las películas de ciencia ficción o de los laboratorios de Silicon Valley. Hoy, ya sabemos, que la inteligencia artificial (IA) está en todos lados: en los celulares que usamos a diario, en los algoritmos que recomiendan lo que leemos y vemos, en los diagnósticos médicos, en los procesos industriales, en la educación y hasta en la administración pública.
El futuro ya no es una promesa: vive con nosotros. Y América Latina no puede darse el lujo de quedarse mirando desde la tribuna. Según la Ocde, más del 25% de los empleos de la región podrían verse afectados por la automatización en la próxima década. No necesariamente eliminados, pero sí transformados. El trabajo rutinario, manual o repetitivo está desapareciendo, mientras que crecen las ocupaciones vinculadas a la tecnología, la ciencia, la sostenibilidad, los datos y la creatividad.
Sin embargo, el gran problema no es la tecnología: es la brecha educativa y digital. Mientras en Asia y Europa se están formando generaciones enteras de técnicos y profesionales en robótica, ciberseguridad o energías inteligentes, en buena parte de América Latina nuestros sistemas educativos siguen discutiendo programas del siglo XX. La región muestra avances desparejos. Chile y Uruguay se consolidaron como referentes en educación digital; Brasil impulsa parques tecnológicos en São Paulo, Recife, Campo Grande y otras ciudades; México y Colombia desarrollan clústeres Fintech; y Argentina ha logrado posicionarse como exportadora de talento en software y servicios digitales. Pero la mayoría de los países todavía no logra conectar la formación con la demanda del nuevo mercado laboral.
Un reciente informe del Banco Mundial titulado Recuperar el siglo perdido: hacia economías de aprendizaje en América Latina y el Caribe advierte que la región sufre un déficit estructural en capacidades de aprendizaje. Aunque se amplió la matrícula universitaria, las universidades latinoamericanas no producen suficientes graduados en áreas claves, ni logran articular el conocimiento con la innovación productiva. El documento también señala que las instituciones de educación superior no están cumpliendo plenamente sus tres misiones esenciales: formar, investigar y proveer bienes públicos del conocimiento.
El dato es contundente: solo el 17% de los graduados universitarios en América Latina y el Caribe obtiene un título en un campo relacionado con la ciencia, la tecnología, la ingeniería o las matemáticas (Ctim). Esto explica por qué, pese a tener una población joven y recursos naturales estratégicos, la región sigue atrapada en economías de bajo valor agregado y con escasa inversión en innovación. América Latina invierte apenas una fracción del promedio mundial en investigación y desarrollo, y su tasa de creación de nuevas empresas formales es de 3,2 por cada mil personas, frente a 4,5 en Europa y 6,5 en Asia oriental.
La inteligencia artificial no solo transforma los oficios existentes: crea otros completamente nuevos: Ingenieros de datos, operadores de robots, programadores de lenguaje natural, analistas de sostenibilidad, diseñadores de IA ética, bioinformáticos y técnicos en energías inteligentes, serán los empleos que definirán las próximas décadas. Muchos de ellos aún no existen formalmente en nuestros mercados, pero surgirán si universidades, institutos terciarios, empresas y gobiernos se anticipan y trabajan juntos. Y aquí es donde América Latina tiene una oportunidad, en lugar de lamentar los cambios, podemos aprovecharlos para redefinir nuestro modelo de desarrollo.
La IA no solo es una herramienta tecnológica: es una plataforma de innovación que puede mejorar la productividad, optimizar los servicios públicos, aumentar la transparencia y abrir nuevos mercados globales. Pero para eso hace falta decisión política y visión estratégica. Porque no alcanza ni es suficiente con tener recursos naturales -litio, cobre, agua o alimentos- si no los combinamos con conocimiento, ciencia y tecnología. Las economías que producen y exportan materias primas o que sólo se conforman escalando los primeros eslabones de la cadena de valor, corren el riesgo de quedar atadas a una dependencia estructural, vendiendo barato lo que otros transforman en productos de alto valor agregado.
En el norte argentino, el desafío es aprovechar esta transición tecnológica para generar empleo de calidad. Nuestras universidades e institutos terciarios deben ser el puente entre la educación y la producción, formar capital humano para la quinta revolución industrial, esa que une la inteligencia artificial con la inteligencia humana, la energía limpia con la automatización, y la industria con la sostenibilidad. El sector privado y las universidades deben trabajar juntos en programas capaces de crear centros de innovación y formación técnica que acompañen la transformación digital en minería, energías renovables, logística, turismo y agroindustria. Un trabajador jujeño que hoy aprende a programar sensores para energía solar o a interpretar datos ambientales para la industria minera puede, mañana, trabajar con empresas chilenas o peruanas del mismo sector.
Sino recordemos lo que pasó en los Estados Unidos, el paso de la Primera a la Segunda Revolución Industrial fue acompañado por una transformación educativa profunda. Los pedagogos norteamericanos comprendieron que el cambio tecnológico exigía nuevas habilidades, y desarrollaron herramientas para adaptar la educación a los tiempos de la industria, la ciencia y la modernidad. Entre ellos se destacaron Mary Peabody Mann, esposa del gran reformador Horace Mann, y su hermana Elizabeth Peabody, figuras influyentes del movimiento educativo disruptivo desde el Estado de Nueva Inglaterra, así como los intelectuales trascendentalistas de Concord, como Ralph Waldo Emerson, con quienes no por casualidad nuestro gran Domingo Faustino Sarmiento mantuvo contacto durante su estadía en el país del norte.
De esa influencia nació un puente pedagógico inédito: Sarmiento convocó a maestras estadounidenses -entre ellas Mary Gorman, las hermanas Dudley y nuestra Juanita Stevens- que llegaron a la Argentina para fundar escuelas normales y sembrar las bases de un sistema educativo moderno. Ellas fueron pioneras del método, del compromiso cívico y de la formación docente como motor del desarrollo nacional.
Hoy, más de un siglo y medio después, Argentina necesita liderazgos con la visión de Sarmiento: la capacidad de entender que la educación no puede ser un reflejo del pasado, sino un instrumento para preparar a las nuevas generaciones frente a los cambios que impone la inteligencia artificial y otras tecnologías. Así como aquellos reformadores norteamericanos supieron educar para la fábrica y la ciudadanía, hoy debemos educar para la inteligencia digital, la creatividad y la innovación.
El desafío no es solo tecnológico, sino también cultural y político.
América Latina debe animarse a pensar el trabajo más allá de la rutina y del empleo tradicional. La educación tiene que volver a ser el gran igualador social, pero con contenidos actualizados, docentes capacitados y alianzas con el sector productivo. No podemos seguir formando para un mundo que ya no existe.
El riesgo de no hacerlo es enorme: una generación sin oportunidades en medio de la revolución más profunda desde la invención de la imprenta. Pero también la oportunidad es inmensa: transformar nuestra riqueza humana en un activo competitivo global.
La IA no reemplazará a las personas, pero sí reemplazará a quienes no sepan usarla. Por eso, en lugar de temerle, debemos gobernarla, comprenderla y aprovecharla. El futuro del trabajo llegó y toca la puerta. Y si queremos que nos encuentre preparados, tenemos que empezar hoy: en las aulas, en las universidades, en las empresas, en los municipios y en cada rincón de nuestros territorios. Porque el futuro -como la inteligencia- no se improvisa: se construye.