En esta preciosa estación que es la primavera, quiero compartir algunas reflexiones referidas a nuestro florecer.
La vida, con su misterio y su ritmo propio, nos va llevando por caminos que muchas veces no elegimos del todo. Hay circunstancias que llegan sin previo aviso, estaciones que nos sorprenden, suelos que parecen áridos o fríos, y otros que nos cobijan con calidez y abundancia. Sin embargo, en cada uno de esos lugares, en cada tiempo y en cada escenario, tenemos la oportunidad -y también la responsabilidad- de florecer.
Esto no significa resignarse, sino aceptar, comprender y transformar lo que la vida nos presenta en algo luminoso y fértil. A lo largo del camino, he aprendido que la semilla no elige el terreno donde cae, pero sí guarda en su interior toda la potencia para desplegar su belleza si encuentra las condiciones adecuadas. Y muchas veces, esas condiciones no vienen dadas por el entorno, sino por nuestra propia actitud, por el modo en que decidimos nutrirnos, cuidarnos y abrirnos a la vida, aun en medio de las dificultades.
Así como una flor puede brotar en una grieta del cemento, nosotros también podemos desplegar nuestro color y nuestro perfume incluso en lugares que parecían imposibles. La clave está en no perder el vínculo con nuestra esencia.
Cuando una flor florece, no lo hace por competir con la de al lado ni por agradar a quien la mira. Florece porque es su naturaleza, porque llegó su momento y porque algo dentro de ella la impulsa hacia la luz. En nosotros ocurre algo parecido: florecemos cuando nos conectamos con lo que somos verdaderamente, cuando dejamos de buscar afuera la aprobación y nos animamos a expresar lo que late dentro.
No se trata de buscar el "mejor" lugar para crecer, sino de permitir que la vida que somos se exprese en plenitud allí donde estamos. Hay tiempos en los que el suelo parece poco fértil. Nos sentimos solos, confundidos o fuera de lugar.
En esos momentos, florecer parece un ideal lejano. Pero justamente ahí es donde más sentido cobra la fuerza interior. Podemos nutrirnos con pequeñas cosas: un gesto amable, una conversación sincera, una lectura inspiradora, una caminata bajo el sol. Podemos regar nuestra semilla con paciencia, confianza y amor propio, sabiendo que toda flor necesita un proceso para desplegarse. No siempre el crecimiento es visible.
A veces, las raíces están trabajando en silencio, fortaleciendo la base para un florecimiento más sólido. También he comprendido que florecer no es solo un acto individual. Es una invitación a compartir belleza, a embellecer el entorno y a inspirar a otros. Cuando uno florece, algo alrededor se transforma.
Una persona que se siente plena y conectada irradia esa energía, y su presencia se vuelve tierra fértil para los demás. En cambio, cuando nos marchitamos por la queja o la resistencia, cerramos la posibilidad de crear vida a nuestro alrededor. Por eso, florecer es también un acto de servicio, una forma de contribuir al equilibrio y a la armonía del mundo.
Cada etapa de la vida nos ofrece un tipo distinto de florecimiento. En la juventud, las flores suelen ser intensas, coloridas, llenas de ímpetu y búsqueda. En la madurez, el florecer puede ser más pausado, más profundo, más sabio. Y en los años de cosecha, el florecimiento se vuelve silencioso, pero de un perfume inolvidable: el que deja huella, el que enseña sin palabras. Aceptar las estaciones que la vida nos ofrece es parte del proceso.
Ninguna flor permanece abierta todo el tiempo; cada una tiene su ciclo de brote, esplendor y reposo. Así también nosotros, con nuestras alegrías y dolores, con nuestras luces y sombras, atravesamos distintos momentos, todos necesarios y valiosos.
Florecer donde nos toque estar implica soltar la comparación. Cada ser tiene su propio ritmo, su color, su forma de expandirse. No necesitamos ser iguales a nadie ni medir nuestro crecimiento con las mismas reglas. Tal vez lo que para otro es un jardín radiante, para nosotros es apenas el comienzo de un pequeño brote. Lo importante es seguir en contacto con la vida, seguir creciendo, seguir intentando.
La comparación marchita, la autenticidad florece. En mi camino he visto muchas personas que, a pesar de las pérdidas, las mudanzas, los cambios o los desafíos, han florecido con una fuerza admirable. Lo han hecho desde su resiliencia, desde la capacidad de reinventarse, de no quedarse atrapadas en la nostalgia del pasado ni en el deseo de un futuro distinto. Han elegido mirar su presente con gratitud, y desde ese lugar, brotar. Me conmueve ver cómo, incluso en contextos difíciles, hay quien decide ser luz, quien transforma el dolor en sabiduría, y quien convierte la escasez en abundancia interior.
Quizás florecer donde nos toca sea una forma de humildad. Es reconocer que no controlamos todo, que la vida no siempre se ajusta a nuestros planes, pero que aun así podemos hacer algo bello con lo que tenemos. Es confiar en que cada lugar, cada encuentro y cada experiencia tienen un propósito. Es dejar que la vida nos atraviese y nos enseñe. Y es, sobre todo, permitirnos sentirnos parte del gran jardín del universo, donde cada flor tiene un sentido, aunque no siempre lo entendamos.
Florecer también requiere valentía. La flor se expone, se abre, muestra su fragilidad y su esplendor al mismo tiempo. No se protege con corazas, se entrega al sol, al viento, a la lluvia. Así también nosotros, cuando decidimos florecer, nos mostramos con autenticidad.
No todo el mundo comprenderá nuestro proceso, pero florecer no necesita aprobación, solo verdad. Es un acto de amor propio y de confianza en la vida. Quizás, al final, sea una forma de decir "sí" a la vida tal como es. Decir "sí" al presente, con sus imperfecciones, con sus aprendizajes, con su belleza imperfecta. Decir "sí" a nuestro camino, a nuestras raíces y también a nuestras alas. Porque florecer no es quedarse quietos: es expandirse, abrirse, regalar al mundo lo mejor que llevamos dentro, aun sabiendo que el viento puede arrancarnos algunos pétalos.
Cada flor deja su huella, aunque dure poco. Y cada uno de nosotros, cuando se anima a florecer, deja un rastro de belleza que inspira a otros a hacer lo mismo. Por eso, si hoy te toca un suelo que no elegiste, si sentís que el entorno no es el ideal, recordá que lo esencial no está afuera. Está en tu semilla, en tu esencia, en tu capacidad de transformar lo que te rodea desde el amor y la presencia.
La vida nos invita a florecer una y otra vez, en distintos lugares, con distintas formas y colores. A veces en primavera, otras en pleno invierno. Lo importante es no cerrar el corazón. Porque mientras haya vida, siempre hay posibilidad de florecer. Y cuando lo hacemos, cuando elegimos abrirnos a la luz aun en medio de la sombra, no solo embellecemos nuestro propio jardín: ayudamos a que el mundo entero sea un lugar un poco más humano, más cálido y más lleno de esperanza.
Florezcamos, entonces, donde nos toque estar. Porque cada flor, cada gesto, cada vida que se anima a brillar, es un milagro que la tierra celebra en silencio. Y ese florecimiento, por pequeño que parezca, siempre tiene el poder de transformar. Namasté. Mariposa Luna Mágica (gotasygotitasjujuy@gmail.com).