Los lectores tienen distintas formas de hacernos saber que nos leen, siguió diciendo el comisario Pierro. Algunos se lo dicen a Dubin por la calle o tras la baranda del balcón de un bar, otros lo buscan por Facebook o lo encuentran al azar en una conversación ajena. El caso de Hugo Conde fue distinto.
Dubin no me va a dejar mentir, siguió diciendo Pierro, pero entre sus libros guarda cartas de dos personas: aquellas que recibiera hace más de veinte años de parte de Andrés Fidalgo, y estas que le entregaban, sin dirección ni estampilla, en la recepción del diario.
Eso de escribir cartas es un arte que ya no se usa por necesidad sino por placer. Las de Fidalgo, nos explicó, corresponden a una época en la que solían escribirse, pero luego se transformó en algo parecido al oficio del samurái, que ya entrena para ningún combate o la esgrima, que tan sólo es un deporte.
Hay mil formas, dijo el comisario, de hacer llegarle a otro lo que uno quiere decirle. No se las voy a enumerar acá, pero ninguna carga con el trazo nervioso que describe un pulso ni se guarda en un sobre ni se pega la solapa para que el papel doblado se reserve en una intimidad tan provisoria como lo es la de un papel.
En la primera de esas cartas, dijo Pierro con emoción, Hugo Conde dijo conocerme y me mandaba saludos afectuosos, cosa que acaso no les llame la atención a otros, pero conmueve doblemente al personaje de un cuento. ¿De dónde me conocía sino de leernos cada día? Porque era allí, en uno de estos cuentos, de donde me recordaba.
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