La camioneta que había secuestrado a Blanca cruzó la playa seca del río para ganar la ruta, que en ese tramo era de tierra, pasando frente a los pasajeros asombrados que esperaban el tren en la estación. Alguien habría visto esa escena, porque en la pantalla de la televisión la imagen pasó al interior del despacho de Pierro, donde el comisario almorzaba tranquilo con Bautisto Solón.
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La camioneta que había secuestrado a Blanca cruzó la playa seca del río para ganar la ruta, que en ese tramo era de tierra, pasando frente a los pasajeros asombrados que esperaban el tren en la estación. Alguien habría visto esa escena, porque en la pantalla de la televisión la imagen pasó al interior del despacho de Pierro, donde el comisario almorzaba tranquilo con Bautisto Solón.
Pierro y Solón serían casi cincuenta años más jóvenes que ahora, pero era indudable que se trataba de las mismas personas. El sobretodo del comisario era el mismo que aún usaba, pero además tenía un bigote fino y negro, tanto como el cabello que llevaba engominado. Alguien entró a la oficina y les informó que vieron al tuerto Arias corriendo en su camioneta para el lado de la estación de trenes.
El nombre del tuerto heló la sangre de Pierro. Hacía tiempo, desde que le probara unos chanchuyos que le mermaron la tenencia, el tuerto Arias se la tenía jurada. Con una agilidad que ya no tenían, pero que en la serie les sobraba, corrieron hacia la casa de Blanca, donde la madre, por entonces entre nosotros, les respondió que no había regresado.
Fue a llevarle la vianda, le dijo la mujer al comisario y los hombres regresaron al auto. Pierro puso la llave y arrancó. Solón miró el parabrisas pero en realidad miraba sus razones, tratando de dar en ellas con el lugar al que la llevaría. Hubo un nuevo corte y la imagen de ese tal Arias empujando a Blanca hacia el interior de un rancho de techo bajo, viejo ya entonces, bastante descuidado.