Heridas
"En los hombres hay heridas muy profundas que sangran largamente. Los rechazos, los temores, las humillaciones, el abandono, la palabra dura, el castigo, el amor no recibido, la ternura o la caricia que no llegó el silencio. Si usted leyó hasta aquí, seguramente se ha sentido interpretado. Porque todos llevamos heridas en el alma: con intenso dolor algunas, otras apenas perceptibles. Por ello esta página de Miguel Ortega Riquelme (en "Le oí decir a Dios") puede ayudar a entenderlas y asumirlas. Si usted pudiera escuchar a Dios, tal vez oiría decir: "Desde tu nacimiento hasta hoy estas llagas te molestan y te dañan. A veces las cultas. Otras veces las evades. O las ignoras. O luchas contra ellas. O las aceptas derrotado. Yo te conozco, hijo. Nada de tu historia es para mí un tiempo oculto. Conozco las raíces que alimentan tu sonrisa congelada y tus impulsos vacíos. He sufrido con cada golpe que sobre ti se descargaba. Y por eso me acerco a ti delicadamente para amarte. Yo no quiero imponerte mi vida ni aplastar tus anhelos. Vengo hasta ti con fuerza para levantarte entusiasmado. Vengo hasta ti con afecto para querer tu pasado y tu presente. Te entrego mi amor más hondo, mi intimidad y mi Hijo eterno para que despiertes a la alegría.
Yo restauro y renuevo tu vida, tu rostro y tus heridas. Soy el médico de tu enfermedad. Soy el arquitecto de tu futuro. Soy el juez que declara tu inocencia. Soy el Dios que salva, que te libera de los yuyos, que te besa en tus dolores y que aprecia tus virtudes. Créemelo, hijo amado ante mis ojos. Te tengo en mi pensamiento. Te mantengo en mi cariño. Te sostengo con mi brazo poderoso. Yo no te rechazo, ni te abandono. Soy tu padre, y te alimento, te cuido, te conozco, y te sano. Yo te sano"... (Mt 11,28).