Esteban Franco, Pedro, Pablo y Carla Cruz estaban en la azotea del séptimo de uno de los edificios abandonados en medio de la quebrada de Huichaira, cuando las motocicletas de los Varela empujaban la puerta a la que daba la escalera para poder entrar y atacarlos. Sólo era cuestión de tiempo, porque la bárbara montonera no tardaría en poder pasar.
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Esteban Franco, Pedro, Pablo y Carla Cruz estaban en la azotea del séptimo de uno de los edificios abandonados en medio de la quebrada de Huichaira, cuando las motocicletas de los Varela empujaban la puerta a la que daba la escalera para poder entrar y atacarlos. Sólo era cuestión de tiempo, porque la bárbara montonera no tardaría en poder pasar.
Desesperanzados, vieron cómo la puerta cedía dando paso a las motocicletas enloquecidas. Sobre ellas, hombres con cascos chatos de hierro y largas tacuaras de caño hueco con cuchillos en el extremo. Usaban largos sobretodos con símbolos de fervor guerrero, pero el último en entrar, cuando ya se disponían a defenderse, era un hombre distinto.
Llevaba un sombrero aludo y chalina blanca al cuello. Usaba un encorvado bigote blanco y andaba más como poeta que como guerrero, se les acercó y tomó la mano de Carla Cruz para besarla con delicadeza y presentarse: yo tengo a mi cargo a todos estos hombres. No se le parecen mucho a usted, le dijo Pedro.
Es que estamos presos de un relato que nos vuelve bestiales, dijo el hombre delicado. Se dice de nosotros aquello que no podemos dejar de ser, aunque no lo seamos. ¿Nunca escucharon esa zamba que dice que Felipe Varela matando viene y se va?, les dijo. Esa es nuestra condena, eso es lo que nos hizo ser como somos.
Pedro le explicó que ellos no eran unitarios sino que habían sido hombres de Ibarra. ¿Entonces no nos creen bestias feroces?, le preguntó y Pedro le respondió que más bien eran hermanos de la misma causa federal.