A las dos de la tarde del miércoles 22 de abril, en su ciudad de Buenos Aires, dejó de pintar don Hugo Irureta. Hasta fines del año pasado andaba aún por las calles de la Tilcara que adoptó para sus dos grandes obras; la de su trabajo como pintor y la de su fundación, por medio de la cual instaló en nuestra provincia uno de los museos más completos de la plástica argentina contemporánea.
Solía caminar calmo, tan calmo como conversaba. Cuando lo hacía, atendía al interlocutor, inspiraba profundo y acompañaba tensando las cejas a una mirada que se le perdía en la respuesta, porque los temas de que solía hablar cargaban ya varias décadas.
Hombre muy culto, amante del tango, sabía recordar etiquetas de bodegas que tuvieron su cuarto de gloria hace ya tiempo y se paseaba con una elegancia que potenciaba la de su compañera, Mecha, de quien se despidió antes de regresar definitivamente a su atelier de la Boca.
Solía tomar fuertemente el brazo de su acompañante al caminar, y sólo entonces recordaba su edad, que confiaba casi en el susurro de un secreto. Sin embargo, cierta coquetería biográfica hace que hoy, cuando quiero dar con la fecha de su nacimiento, caiga en la cuenta de que en sus catálogos sólo se diga que se inició en la pintura en 1949, y que el museo de la esquina de las calles Bolivar y Belgrano nace en 1987.
Como pintor supo definirse como artista de la Boca, geografía paisajística en la que se inscribió desde sus comienzos y donde siguió teniendo uno de sus dos atelier, el otro en un altillo tras el museo tilcareño. Allí comenzó a retratar esquinas de una mitología urbana donde hombres sin rostro se amuchaban en torno a las mesas de los bares porteños.
Cuando daba cátedra de conversación, aparecían aquellos que se inscriben, con mayor y menor memoria, en un siglo de arte argentino que hurgó en todas las estanterías de la estética armando un catálogo que no despreció ninguna de las experiencias plásticas de la centuria pasada. Contraía su rostro de hombre bello, bajaba el tono para volverse íntimo y revelaba algo de la intimidad de aquellos que uno sólo conocía por la firma de sus telas.
Si la conversación se daba en la sala laberinto de su museo, la riqueza era detenerse en este u otro cuadro de algún pincel medular argentino para conocerle la marca del vino que tomaba, su fidelidad o desidia amorosa, la belleza de la esposa de este y la tacañería de aquel para volver a un breve análisis de la obra, siempre con la concisión del que sabe.
Admiraba a su hermano Arturo, que falleció este mes de marzo, también pintor y de fuste, y recordaba hasta el detalle el momento en que adquirió cada una de las más de 300 obras, de los más variados artistas nacionales, que expuso permanentemente en Tilcara. Se preocupaba por el futuro de su museo, soñando con que pasara a la órbita oficial, y renegaba cuando recordaba a los artistas fumadores, como buen ex fumador que él mismo era.
En su catálogo no se encuentran pinturas realistas, ni aún de esos comienzos boquenses, cierto que sostenía entonces una representación del entorno que mantuvo en sus primeros años en la Quebrada, donde retrató paisajes, diablitos, comparsas y toreadas de Casabindo con personalidad muy marcada, en donde la emoción del autor y del retratado incidían hasta volverse forma.
Pero ya en la década del "90, descubre que América es sobre todo una iconografía muy emparentada con sus tejidos viejos, con lo rupestre y su cerámica, y su arte comienza a buscar en formas que siempre memoran guardas aunque muchas veces se pierden en el rectángulo, jugando con la mera belleza que pareciera remitir a un lenguaje cifrado. Podía obsesionarse con ideogramas japoneses que un turista oriental le dedicó en el libro de actas del museo o, como diría Pedro Molina: con la vista aérea de los andenes de cultivo de Coctaca, y se preocupaba de recurrir a materiales sólidos pensando en la durabilidad de su obra. Fue tan generoso con sus cuadros como con sus recuerdos, por lo que hay mucho suyo regalado aquí y allá, esparciendo lo que hacía con cariño.
Hasta sus últimos meses en Tilcara, citaba a su atelier a gente de la que respetaba su opinión para que pintura sus cuadros del 1 al 10, y escribía detrás de la pintura el número con que se lo valuaba y la inicial del evaluador. Y pintó hasta el final, cuando ya viudo volvió a su Buenos Aires porque la ausencia de Mecha lo dejó desvalido.
Podría hablarse de su acercamiento al Norte desde una estética que recurrió cada vez más a lo esencial, pero también por esa pasión de coleccionista que en 1980 lo lleva a fundar el Museo de Artes Plásticas de Animaná, Salta, y poco después en La Paz, Entre Ríos, para terminar abriendo su propia sala en Tilcara. En esta entrega, que se parece tanto a la docencia, y en la enorme obra que legó, numérica y conceptualmente hablando, Hugo Irureta inscribió su nombre en las artes argentinas.