Pedro, Pablo, Esteban Franco y Carla Cruz vieron los rostros espantosos de los Varela mirándolos desde la ventana circular que coronaba la puerta de la sala. No se atrevían a entrar, y Carla Cruz consultó desde su celular con el Abuelo Virtual para que les explicara lo que pasaba. Solía escribir las preguntas y una voz metálica le daba las respuestas.
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Pedro, Pablo, Esteban Franco y Carla Cruz vieron los rostros espantosos de los Varela mirándolos desde la ventana circular que coronaba la puerta de la sala. No se atrevían a entrar, y Carla Cruz consultó desde su celular con el Abuelo Virtual para que les explicara lo que pasaba. Solía escribir las preguntas y una voz metálica le daba las respuestas.
Los cuatro escucharon esa voz diciendo que los Varela no podían entrar a esa sala porque en ella se celebró la última misa, cuando los últimos habitantes de los edificios de hierro y de vidrio estaban rodeados por la montonera motoquera. Serían ya unas cincuenta personas, los sobrevivientes cuando el resto fue cazado en las avenidas.
La invasión fue poco más que repentina. Como una tormenta feroz, los Varela bajaron por los barrancos en sus motocicletas, con sus cascos chatos, con sus camperas cargadas de símbolos guerreros, con sus largas lanzas de pvc coronadas por cuchillas. Corretearon primero por la avenida que separaba los edificios dando caza a quienes no podían escapar.
Sólo unos cincuenta pudieron refugiarse en los edificios, y los Varela entraron montados por los pasillos para perseguirlos. Había cadáveres en el camino, sangre en el suelo, pero ese puñado entró a la sala de las mesas largas y se hincaron a rezar ante la imagen de San Juan que desde tiempo antiguo protegía la quebrada de Huichaira.
Sus preces quedaron estampadas en los muros, sus plegarias fueron un incienso que sirvió de revoque para volver al muro invulnerable, les dijo.