Fue entonces que la vendedora corrió una bolsa de koba, dijo Juan José Ferreira Miranda, tras la que parecía abrirse un túnel hacia el submundo. ¿Y que había tras la bolsa?, le preguntó el peluquero. Un túnel hacia el submundo, dijo Ferreira Miranda. No, dijo el peluquero, como usted dijo que parecía abrirse un túnel hacia el submundo pensé que en realidad era otra cosa.
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Fue entonces que la vendedora corrió una bolsa de koba, dijo Juan José Ferreira Miranda, tras la que parecía abrirse un túnel hacia el submundo. ¿Y que había tras la bolsa?, le preguntó el peluquero. Un túnel hacia el submundo, dijo Ferreira Miranda. No, dijo el peluquero, como usted dijo que parecía abrirse un túnel hacia el submundo pensé que en realidad era otra cosa.
Lo dije así porque de este modo creo que el relato aumenta su suspenso, dijo Miranda, pero eso era nada más y nada menos que un túnel hacia el submundo. Vea usted, dijo el peluquero. Una escalera larga y angosta que llevaba hacia un lugar oscuro en el que sólo había una mesa, y sobre la mesa la única luz de una vela encendida.
Como si hubiera bajado esa escalera antes que yo, cosa que no había hecho, allí estaba la vendedora para decirme que uno aprende más de la gente viendo una vela consumirse que viendo a la gente, de la que en realidad se aprende poco, dijo.
Como para comprobarlo miré la llama encendida de esa vela, que estaba recta hacia lo alto y casi inmóvil, pero pronto algo del pabilo la hizo zozobrar y la luz corrió serios riesgos de dejar de iluminarnos. Me pareció sentir que se quejaba, pero no era posible. Después la vi recobrar su verticalidad pero de alguna manera supe que estaba mortalmente dañada.
No se preocupe, dijo la muchacha, que de todos modos toda llama de toda vela está llamada a perecer. Lo que varía es el cómo, pero no tiene otro remedio. Así fue que me quedé mirándola con la tristeza de quien está ante alguien que agoniza.