Dicen los que saben, y no me atrevo a desmentirlos, que no hay gualicho que no tenga su punto débil. Así fue, al menos, con el de la juventud que vestía el cuerpo viejo de doña Tertulia cuando se deba cita con el gaucho. Para el hombre, ya lastimado por la experiencia, era el amor ideal: nada en común más que los cruces que se daban bajo el churqui de la playa.
Pero hubo una lluvia, y con la lluvia un arroyo que esquivó las piedras y los quinchamales, y agua cristalina y, dicen, el agua es la única mujer que nunca miente. Dicen que el gaucho estaba desnudo a las espaldas desnudas de doña Tertulia cuando la vio reflejada en el agua, y allí no era la moza linda que veía sino la vieja que era.
Herido en su amor propio, se le alejó recriminándole, pero ella le dijo que nadie es como se lo ve, y que entre la vejez y la juventud sólo hay distancia de tiempo, que son la misma cosa, y que al fin de cuentas no lo había hecho por maldad sino por amor.
Dicen, porque a la gente le gusta decir más allá de lo que sabe, que el gaucho dijo: y bué, total que nadie nos mira. Y dicen que, a pesar de que su carácter se agrió más que el agriado carácter que ya tenía desde que lo persiguiera la desgracia, se siguió encontrando con doña Tertulia bajo el churqui de la playa, aunque desde entonces con cuidado de no hacer nada cerca del agua si es que había llovido.
Agregan otros, pero vaya a saberse, que el mismo Dios se lo tuvo en cuenta, porque no hay compasión más grande que llevar las aguas del amor hacia una boca que ya las creía inaccesibles.