Lo cierto es que siempre hay que volver, o seguir, y la perrita se sacudió la de polvareda que había juntado en su pelaje negro para empezar su trotecito hacia el valle. El brillo del sol se reflejaba en su lomo como lo habían hecho, tiempo atrás, las caricias de los niños donde fue criada, pero ya no eran tiempos de hogar sino de vaya a saberse qué.
Y la cosa hubiera seguido así hasta que se cruzara con algún cuis o alguna perdiz con cara de presa, cuando sintió el olor de la carne asada. No hay otro animal en la tierra que se deje acompañar por el humito de la grasa que chorrea en la brasa, así que la perrita supuso la cercanía del hombre.
Si eso era bueno o era malo, vaya a saberse, pero la esperanza de un hueso o de un trozo de blando convenció a la perrita de que valía la pena el intento. Levantó el hocico para saber de las coordenadas exactas del asado, dio con precisión donde vio un humito tras un churqui, se relamió y apuró el paso, no sea cosa de llegar tarde.
Cuando ya lo tuvo ante su vista, cercano a las ramas encendidas en brasa y solo, supo que se trataba de un hombre de campo, de esos andariegos de los cerros que, ya en arreo o coqueándole al infinito, se les dan por llamarse gauchos.
Lo vio comer solitario, acaso murmurando algo, acaso recordando un vino y, con esa intuición de la gente de la tierra, levantar la vista al saber de su presencia. Entonces fue que los ojos del gaucho se juntaron con los de la perrita como si supieran que sus destinos estaban condenados a cruzarse.