En lo alto de un alto cerro inaccesible, el mismo Diablo le contó a la perrita negra que, en el último de los carnavales que hubo, un joven se compró un disfraz y viajó a Tilcara porque le habían dicho que ahí se la pasaba bien.
Lo cierto es que la pasó de lo más divertido: bailó, ensució, gritó, saltó, durmió en la calle, robó un par de hamburguesas a un par de desprevenidos, y cuando se dio cuenta que ya había pasado el feriado, volvió al ómnibus y regresó a la ciudad. Eso es lo que hizo, le dijo el Diablo.
Cuando regresó, alguien le preguntó por los mojones, por la chaya, por las comparsas y por las coplas, y el joven ni sabía de lo que le estaban hablando. ¿Pero no estuviste en los carnavales?, le preguntaron.
Si, dijo sorprendido y dibujó una sonrisa para contarles que, ni bien bajó del ómnibus se puso el disfraz que se había comprado, compró mucha espuma para ensuciar, bailó, bebió y comió gratis, quien sabe qué más hizo que ni se acordaba y regresó cuando se había terminado el feriado.
El Diablo la miró a la perrita, soltó una buena risa que cayó como eco por los huaycos, y le dijo que no le podía echar la culpa a él. Yo no soy el responsable de que en ese Carnaval ya nadie se acordara de enterrar al diablito, le dijo.
Si alguien le tiene que explicar lo que hicieron con mi fiesta, le dijo, no es el Diablo sino que son los hombres, y al decir esto último entrecerró los ojos y desapareció, dejándola solita en la cima de ese cerro al que la había llevado para poder responderle tranquilo sobre el último Carnaval.
