Antes llegaban aquí dos clases de personas, le explicó el Diablo a la perrita en esa salamanca saturada de ofertas comerciales. Venían los condenados para lavar su mal vivir, los copleros para que les temple el parche de sus cajas, o las almas demasiado alegres para sosegarse un poco antes de la buenaventura.
Pero ya saturados los destinos turísticos de la tierra, siguió diciendo, no faltó la agencia que ofreciera la salamanca para pasar las vacaciones. Usted no sabe la de aceptación que tuvo, le dijo a la perrita que lo miraba sorprendida. Es que ya no quedaban emociones por explorar, dijo uno de los turistas que pasaba, con su cámara al cuello, retratando cuanto estuviera a su alcance.
Personalmente, siguió el visitante ansioso por conocerlo todo, ya visité hornos crematorios, viajé con ayahuasca por mis pesadillas, tuve un diálogo imposible con el Pato Donald y mi agente de viajes no sabía qué más ofrecerme, dijo mientras le pellizcaba el brazo al Diablo y le preguntaba si era el mismo Malo de verdad o era otro de los farsantes.
No crea que soy tan escéptico, agregó mientras bebía de una copa de azufre por la que había pagado sus buenos euros, pero una vez me llevaron al centro del Amazonas y me limpió un chamán que hablaba con acento italiano. ¿Está seguro que usted es el Diablo?
El Diablo, para que no dudara, se transformó en un gaucho corpudo y lujoso, luego en un chivo cornudo, en serpiente, dragón y sapo y, al fin, cuando volvía a su primera imagen, le escuchó decir al turista: buen truco, buen truco.