La Arruyo dejó sus shows tropicales poniendo toda su energía en acompañarme en el entrenamiento para vencer a ese boxeador gringo que me creía un paquete fácil. Con lo que había ganado en su última actuación, me compró un walkman, que es como un MP3, y puso música de Michael Jackson, cuyo ritmo entendía que me iba a ser favorable para correr y saltar y golpear bolsas.
Desde ese día sudé todas las toxinas que había asimilado en mi vida de chico de la calle, pulí los golpes con los que había aprendido a defenderme, y la pasaba con la Arruyo, quien con su amor me hacía creer que podía llegar a ser alguien en la vida y así, también, rescatarla a ella, que no era sino una más de las tantas cantantes de cumbia que sobrevivían en la noche jujeña.
Ambos sabíamos que, de ganarle al gringo esa noche, vendrían otras peleas y viajes y dinero. Pero no era eso lo que nos interesaba, sino poder ahorrar para vivir tranquilos, ambos fuera de esa lucha por la vida a la que estábamos condenados y de la que, vaya a saberse por qué favor divino, podíamos zafar.
Con ella y por ella llegué a pensar que era posible, que acaso mi vida diera un giro inesperado, y cada vez que golpeaba algo para mejorar mis golpes, no pensaba en que pelearía contra un gringo sino contra el destino que nunca antes me había sonreído sino que, por el contraría, sólo parecía reírse de mí.
Soñábamos con nuestras vidas, y esos sueños eran tan lindos que quisimos también soñar en que podríamos ayudar a otros, poniendo una escuelita de box para chicos de la calle.