Inés Alba de la Cruz, felizmente casada, era la mitad de atractiva de lo que lo había sido de soltera. Además de algunos kilos que le sobraban, tenía las ojeras propias de los nervios y el habla rápida de quien no cree que pueda ser cierto todo lo bueno que le está pasando, aunque ya debiera haberse acostumbrado dado que llevaba varios años de invariable felicidad.
No es tan así, don Dubin, me dijo y todos los que estábamos sentados a la mesa del bar la miramos para tratar de entenderla. Creo que lo arruiné todo, dijo bajando la mirada. ¿Qué es lo que pasó?, quise saber. Pasó que estaba tan nerviosa porque algún día terminara una felicidad que no creo merecer, que mi marido empezó a cansarse.
Que cosa, dijo el peluquero. Si, dijo ella, porque uno no puede tomar así como así eso de que todo vaya bien. ¿Cómo es que a mi me pasaban esas cosas cuando para todos los otros eran de peor modo? ¿Qué hacía que el hombre con el que me había casado sin conocer, fuera el mejor de los maridos? Y tanto dudaba, y tanto pensaba, que no podía ser feliz ni hacerlo feliz a mi Natanael.
El pobre me tuvo mucha paciencia, dijo, y no sucumbió ante mi primera duda sino que aguantó hasta que soy lo que ven: una persona carcomida por la angustia de no saber por qué le toca tanta felicidad como le toca.
Mire que he conocido a mujeres rebuscadas, dijo el mayor de los abuelos y cuando el menor estaba por decir que todas lo son, ella volvió a tomar la palabra. Natanael se cansó y me abandonó dejándome todos sus bienes.