El hombre que llegó al Dorado después de haber andado esta tierra, había llegado al Mar Dulce, en la expedición de Sebastián Gaboto, allá por el año 1527. Ya sonaba el 1767 y aún seguía allí, rodeado de oro y olvidado de la muerte, cuando un jesuita atravesó la línea del horizonte y se le acercó con paso tranquilo.
¿Qué hace aquí, hombre?, preguntó el jesuita y el que ya estaba dijo que aquí me tiene, rodeado de oro que de nada me sirve y de tiempo, con lo aburrido que se hace cuando no hay nada que hacer. ¿Y usted?, le preguntó ilusionado con poder recuperar ese deseo de riquezas y esa incertidumbre de la vida que los habitantes del Dorado parecían ignorar.
Cuando el rey expulsó a mi orden, le respondió el religioso, los más se volvieron hacia Europa pero a mi se me hizo que en tanto horizonte debía haber un sitio donde el rey no mandase, y anduve y aquí me tiene. Y es cierto que aquí no mandan ni el rey, ni la pobreza ni la muerte, le dijo el otro. ¿Y usted cree que voy a llegar a extrañar alguna de esas tres esclavitudes?, preguntó el jesuita.
Bendita esclavitud, le dijo el viejo conquistador, vaya si va a extrañarlas. ¿Y por qué no huye del mismo modo en que llegó?, quiso saber el sacerdote. ¿Y usted cree que es fácil volver a una de esas tres obediencias?, le respondió. Da miedo, amigo, le aseguro que da miedo.
Uno sabe que el rey da seguridad pero castiga, que la pobreza de la posibilidad de la riqueza pero viene de la mano del hambre, y que el tiempo nos trae emociones pero también el último lecho.