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12 de Septiembre,  Jujuy, Argentina
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Laberintos humanos. La envidia enriquecedora

Jueves, 06 de diciembre de 2012 21:04

El hombre se sentó a coquear coca de oro bajo el viento dorado sobre una peña de oro, y allí supo que no iba a morir mientras no abandonara el Dorado. Buena la que me ha tocado, se dijo con sincera envidia de si mismo. Después de una semana, volvió a pensar en si mismo del mismo modo y volvió a alegrarse de su envidiable suerte, a la que sólo le faltaba algo de envidia ajena para ser una felicidad completa.
 
¿Quién, de todos los que vivían en el Dorado, pensaba que su vida era realmente maravillosa? De volver a España con sólo un puñado de tanto oro, o de poder gozar la inmortalidad cerca del lecho de un agonizante, la cosa sería distinta, pero ¿no morir donde nadie muere y estar lleno de oro donde todo es de oro? A los cinco años dedujo que, al menos, la cosa era aburrida.

No se dijo que era mala sino hasta los primeros quince años, y es que en realidad no lo era. Pero el tedio se va acumulando en el alma y ya de nada le valía andar mascando coca de oro bajo el viento dorado, y saber que no iría a morir, para volver a sonreír. Cuando pasaron sus primeros cincuenta años de vida en el Dorado, pensó que aún de poder volver a España, pocos quedarían de los que lo conocían para poder envidarlo.

Pasado el siglo y medio, no quedarían los jóvenes que lo envidiaran en nombre de sus padres, y ahí cayó en la cuenta de que el oro no vale sino por lo que pueda comprar, y que la inmortalidad sólo vale cuando la vida vale la pena, pero tanto el oro como el tiempo son tesoros que, aunque ya no nos sirvan, nos es difícil dejar atrás.


 

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