Willy era el maraquero del conjunto de cumbia de la Arruyo, pero antes había querido ser boxeador o policía pero no le daba el cuerpo y tuvo que dedicarse a tocar las maracas. Por eso será que a veces se olvidaba del ritmo por el que cobraba y usaba dos pequeños extremos de bigote sobre cada uno de los extremos de sus labios.
Willy se llamaba Guillermo pero no era ese un buen nombre de maraquero, y por eso se hacía llamar Willy, y había dejado truncos sus estudios de bioquímico porque su madre le decía que de eso nadie vive porque nadie paga bien para que le digan qué enfermedad tiene en la sangre, si al menos les dieras una alegría, le decía.
Entonces fue que se sumó a la orquesta de la Arruyo, creyendo que alguna vez tocarían en la ciudad y podría formar una familia, pero nunca dejaban esos caminos que indicaba el mapa del representante, un mapa de papel de diario arrugado que nunca le mostraba a nadie como si se tratara del camino a un tesoro bucanero o fuera una mentira.
Y Willy se encargaba del ritmo, porque aunque alcanzara el presupuesto para un percusionista, ¿dónde llevarían las tumbadoras si el baúl del automóvil estaba lleno de camisas y de zapatos lustrados? Pero lo hacía medianamente bien y con eso alcanzaba para que la Arruyo cumpliera con la promesa de cantante tropical que ofrecía el afiche que pegaba el representante en paredes pintadas a la cal.
Tanto lo cumplía que las chicas del pueblo se enamoraban de sus bigotes y de su cadencia, tanto como se enamoraban de Manzanita, el acordeonista.