La cantante de cumbia seguía su gira demencial por cuanto club o almacén hubiera en el más breve caserío, siempre cantando sus cuentos de desamor con el ritmo tropical que le alzaba la falda desde la cintura angosta. Era como un avecilla que se enfundada de tristeza. Bajaba del automóvil para dar el show y volver al vehículo a dormir y viajar y otro escenario.
Llegaba a un nuevo destino, se dejaba ver con los cabellos rubios mojados de sudor sobre los hombros caídos, la falda arrugada de tanto viaje, el oído aturdido de tanta radio carretera, los tacos innecesarios y sólo en la soledad bebía. Porque en público, su tristeza era angelical como de una quinceañera.
A veces daba con un baño en el que podía estar por media hora y allí bebía, o si el obsceno dueño del almacén la invitaba a su alcoba, o si hacía un trámite en la comisaría y en el hall no había nadie, a veces tras un árbol o debajo de una mesa, miraba para aquí y para allá, desenroscaba la tapa de la petaca que llevaba bajo la falda y bebía.
O a veces lo hacía sobre el café junto a la espuma de la leche, en el agua de un antibiótico o en la lágrima de un espectador, pero después volvía a esa tristeza de jovencita que tanto gustaba porque ¿qué le andará pasando a esa chinita?, ¿qué dolor como espina se le clavó en el alma apenas desabrochado el guardapolvo?
Claro que hasta que subía al escenario, donde las canciones tropicales revoloteaban como mariposas junto a sus caderas delgadas y toda la tristeza se iba con los cuentos que cantaba con una voz delgada.