Mientras comíamos el vacío al horno en lo de Aurelia y Solón, mirábamos una serie norteamericana de los años setenta. Tragábamos los trozos de carne, hay que decir que exquisitamente cocidos, mientras la cantante entra a un depósito abandonado para entregarle diez mil dólares a su extorsionador.
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Mientras comíamos el vacío al horno en lo de Aurelia y Solón, mirábamos una serie norteamericana de los años setenta. Tragábamos los trozos de carne, hay que decir que exquisitamente cocidos, mientras la cantante entra a un depósito abandonado para entregarle diez mil dólares a su extorsionador.
El malviviente le habla como si se conocieran. Sin duda se conocen, pero ella no lo recuerda. Debía tratarse de un antiguo romance pero Solón, buscando una papa dorada con el tenedor, asegura que no es una cuestión sentimental. Hay que prestar atención a su voz cascada, nos dice muy seguro. Mientras esto sucede, los detectives logran descubrir quién es el hombre, en qué hotel se aloja, qué empresa de taxis tomó y, luego, dónde está, que es el depósito abandonado donde amenaza a la cantante con un arma. ¿No me recordás?, le pregunta decepcionado.
Entonces le cuenta su historia. Solón suspende la comida para atender al relato y nos pide silencio. Yo escucho sin dejar de masticar esos trozos de cuerito tostados del vacío mientras Aurelia nos completa los vasos con algo de vino tinto, y el delincuente le recuerda aquellos tiempos en los que ella le elogió la voz. Pude haber tenido un futuro, le dice, pude hasta tener más éxito en los escenarios, pero por defenderte de unos ladrones recibí esta herida en la garganta, concluye mostrándole el tajo zurcido en algún quirófano. Entonces los detectives entran al depósito abandonado y el malhechor secuestra a la cantante, amenazándola con un cuchillo para lograr huir.
