¿Recuerdan nuestra guerra?, les dijo Juan Felipe Ibarra a Pedro y Pablo. Aún tengo en mi memoria al doctorcito que bajó de la galera en pleno monte. Vestía de frac como si no supiera que el mismo cuerpo desnudo es incapaz de soportar tanta calor. Se me acercó sufriendo de un sudor inmundo y me tendió un ejemplar de esa constitución que habían escrito en Buenos Aires.
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¿Recuerdan nuestra guerra?, les dijo Juan Felipe Ibarra a Pedro y Pablo. Aún tengo en mi memoria al doctorcito que bajó de la galera en pleno monte. Vestía de frac como si no supiera que el mismo cuerpo desnudo es incapaz de soportar tanta calor. Se me acercó sufriendo de un sudor inmundo y me tendió un ejemplar de esa constitución que habían escrito en Buenos Aires.
Yo había mandado como diputado a Manuel Dorrego, que iba a gobernarlos y a morir fusilado por Lavalle, pero esos jóvenes de las luces lo embarullan todo con sus doctrinas. Les cuento, les dijo Ibarra. Yo estaba en chiripá echado en mi hamaca. Esperaba que pase el sol para volver a gobernar como se debe con el fresco de las sombras.
Y ellos, que ni siquiera sabían que tanta ropa es absurda en la calor del mediodía y en el monte, que a pesar de lo que les dicta el cuero al sudar hasta el dolor prefieren las modas de la Francia, con toda esa soberbia ignorancia a flor de piel pretendían entregarme las leyes con las que nos regiríamos.
Yo no pude sino dejarlo llegar, tomé en mis manos ese libro en el que, decían, hablaba la ley, y sin siquiera desenvolverlo le dije al doctorcito que se fuera por donde vino y que se lo llevara. Yo sé que luego se habló mal de mí, que recibí en chiripá y en pecho al enviado de los porteños, pero cualquiera que viva en estos montes me entenderá cabalmente.
Creo que esa tarde, les dijo Ibarra, la revolución que alzamos contra el rey de España se volvió guerra civil, que si antes nos había distanciado, entonces nos enfrentaba.