Esteban Franco, Pedro y Pablo entraron al edificio desierto, y cuando dejó de escucharse el latido que retumbaba desde que se acercaron a esas extrañas construcciones, vieron que una mujer los miró desde una puerta lejana entre las tantas puertas que se sucedían en el pasillo. Decenas de puertas iguales cada cinco metros.
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Esteban Franco, Pedro y Pablo entraron al edificio desierto, y cuando dejó de escucharse el latido que retumbaba desde que se acercaron a esas extrañas construcciones, vieron que una mujer los miró desde una puerta lejana entre las tantas puertas que se sucedían en el pasillo. Decenas de puertas iguales cada cinco metros.
Pero al llegar no supieron cuál era esa puerta. Empujaron una al azar y vieron que se trataba de la habitación de un hotel: una cama ancha ocupaba casi de pared a pared. Delante de la cama había una mesa pequeña y encima de la mesa un espejo. Frente a la mesa, una silla vacía. Una puerta de lado daba al baño, y bajo la ventana del fondo, una cocina pequeña.
Probaron con una y otra de las puertas y todas daban a ambientes idénticos. De algunas de esas paredes pendían cuadros con paisajes extraños: mares con lunas, cerros con lagunas, tres gatos pequeños en una canasta de mimbre y en una de las habitaciones la fotografía de una mujer prácticamente desnuda.
Debajo de la fotografía de la mujer había un calendario en el que se sucedían los meses pero no daba el dato del año. Junto a una de esas camas, una mesa pequeña con un hongo encima. Esteban Franco presionó una perilla que le encendió una luz. Pedro y Pablo estaban fascinados pero no dejaban de buscar porque la mujer que habían visto debía saber de qué se trataba todo eso.
Y hubo una puerta más tras la que escucharon un ruido metálico. Los hombres se miraron antes de abrirla y al fin hicieron girar la perilla para verla asustada sobre la cama.