Hacia el fondo de la quebrada, los cerros se alzaban altos sobre el horizonte. Pero se les anteponía aquello que, no podía dudarse, estaba hecho por la mano del hombre: altas construcciones de hierro y vidrio que reflejaba la luz tardía del ocaso. Esteban Franco murmuró la palabra: edificios, cosa que nada significaba para los hermanos Pedro y Pablo.
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Hacia el fondo de la quebrada, los cerros se alzaban altos sobre el horizonte. Pero se les anteponía aquello que, no podía dudarse, estaba hecho por la mano del hombre: altas construcciones de hierro y vidrio que reflejaba la luz tardía del ocaso. Esteban Franco murmuró la palabra: edificios, cosa que nada significaba para los hermanos Pedro y Pablo.
Pronto anduvieron por una calle que mediaba entre dos hileras de esas moles inmensas, y desde algún lugar de ellas sonaban los latidos de lo que parecía ser un corazón gigante. Fuera de ello, nada señalaba vida humana en ese sitio. Pero no era hechura natural, y la gente debía estar por alguna parte.
Anduvieron así un par de centenas de metros cuando escucharon un ruido que les llamó la atención desde una puerta. Se miraron entre ellos y decidieron ir en esa dirección. Tras la puerta, un largo pasillo que entraba al edificio. Y a cada lado del pasillo había puertas, decenas de puertas cada una a menos de cinco metros de la otra.
La fuerza de latido comenzó a mermar como si le faltara energía, y cuando ya era sólo un susurro lejano, alguien los miró desde una de esas puertas, una de las más lejanas hacia el final del pasillo. Era un rostro de mujer de larga cabellera enmarañada que muy pronto se escondió cerrando ruidosamente la puerta a sus espaldas.
Pasado el susto, Esteban Franco, Pedro y Pablo fueron en esa dirección, pero no podían saber cuál era la puerta que fue abierta. Empujaron una y otra para ver que se trataba de habitaciones de hotel abandonadas.