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10 de Septiembre,  Jujuy, Argentina
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Camino del caracol

Sabado, 05 de abril de 2014 12:12

Corrimos por el antigal porque en ello nos iba la vida, pero la noche nos echó el poncho encima y nos salvarnos. Hacia el atardecer, los soldados realistas nos buscaban descorazonados. Sabían que lo que no da el día lo oculta la noche, y con Leopoldo nos sentamos detrás de una piedra cruzada por dibujos que parecían el camino de baba del caracol.

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Corrimos por el antigal porque en ello nos iba la vida, pero la noche nos echó el poncho encima y nos salvarnos. Hacia el atardecer, los soldados realistas nos buscaban descorazonados. Sabían que lo que no da el día lo oculta la noche, y con Leopoldo nos sentamos detrás de una piedra cruzada por dibujos que parecían el camino de baba del caracol.

Era una línea que se cruzaba a si misma un millar de veces para desanudarse y ascender o descender, convertirse en espiral y volver a atravesarse. ¿Quedará alguien que sepa lo que significa?, me preguntó Leopoldo mientras aún pasaba la yema de sus dedos por el dibujo. Se me hizo que nadie lo supo nunca.

De chango vi a mi padre partir para la guerra, y entonces eran los tiempos de la corona de España. Años después, cuando las tropas patrias me alzaron por ese mismo camino, conocí a un medio hermano que mi padre había dejado en Tupiza, Tomás, para perderlo en la derrota de Huaqui de la que bajábamos sin saber cual era nuestro destino.

Algo me decía que, en paz o en guerra, la vida que seguiría no iba a ser muy distinta a ese dibujo de la piedra, y no sólo lo pensaba por la cantidad de vueltas que daba sino por la pregunta de Leopoldo y mi idea de que jamás nadie supo qué significaba semejante laberinto.

Los que sobrevivimos debemos tratar de entender esto que nos toca, dijo Leopoldo y lo miré a los ojos. Acaso esa fuera la diferencia entre el indio que yo era y el soldado porteño que era Leopoldo: él seguía creyendo que valía la pena tratar de entenderla.

 

 

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