En Oruro se sigue contando la historia de ese doctrinero que recorría los cerros buscando la planta de la eterna juventud, me contó Leopoldo cuando nos reencontramos en el antigal. El hombre parecía estar enfermo pero acaso no fuera otra enfermedad que los años de la vida.
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En Oruro se sigue contando la historia de ese doctrinero que recorría los cerros buscando la planta de la eterna juventud, me contó Leopoldo cuando nos reencontramos en el antigal. El hombre parecía estar enfermo pero acaso no fuera otra enfermedad que los años de la vida.
Si le decían que en el mercado, el curita se plantaba ante los puesteros para preguntarles por esa planta y algunos levantaban los hombros asombrados, otros negaban con la cabeza y los más vivos le vendían cualquier yuyo.
Si le decían que junto a una vertiente detrás de ese cerro, el padrecito pagaba un baqueano para que lo llevara andando días a veces. Solía explicar al baqueano y a los puesteros que no fue así siempre, que no estaba interesado más que en Dios hasta que leyó en un herbario que existía esa planta y entonces se desesperó por tenerla.
Que si no hay forma de ser siempre joven no hay problema, decía tratando de que los indios lo entendieran. Pero saber que está en alguna parte y nos es ajena puede terminar por desesperarnos, decía buscando en los ojos de los indios una complicidad que no encontraba.
Después Leopoldo se quedó en silencio mirando el horizonte. ¿Y encontró la planta de la eterna juventud?, le pregunté. No lo sé, Eleuterio, me respondió. ¿Sabés?, me dijo, esta tierra está llena de historias que no tienen final.
Aunque uno pregunte y pregunte, nadie sabe ni le interesa saber cómo terminan, me dijo para mirarme a mí en vez de al horizonte como si le pudiera dar una respuesta que, a pesar de ser indio, tampoco tenía para darle.