Así comprendí que no era dueño de mis actos, dijo Juan José Ferreira Miranda. A mi me pasa eso siempre que veo los ojos de una mujer, comentó el peluquero. A mi no, dijo Ferreira Miranda dispuesto a seguir con un relato que volvió a piquetearle el peluquero: entonces tendría que hacer un test vocacional, amigo.
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Así comprendí que no era dueño de mis actos, dijo Juan José Ferreira Miranda. A mi me pasa eso siempre que veo los ojos de una mujer, comentó el peluquero. A mi no, dijo Ferreira Miranda dispuesto a seguir con un relato que volvió a piquetearle el peluquero: entonces tendría que hacer un test vocacional, amigo.
Mi vocación es bien clara, le dijo don Juan José, y puedo asegurarle que los ojos de aquella muchacha eran de lo más castos. Nunca son castos los ojos de una bruja, dijo el peluquero y Miranda dijo que no era una bruja sino una vendedora de coca, incienso y sortilegios varios. Pero usted dijo que era una de las puertas al submundo, dijo el peluquero.
Lo dije y es cierto, dijo J.J.F.M.. Al fondo del puesto estaba la televisión encendida en algún teleteatro centroamericano. La escena era extraña: una muchacha lloraba sobre una cama y un joven, de pie, le pedía perdón, cuando la muchacha levantó sus ojos y lo miró con los mismos ojos con que me había mirado la vendedora.
¿No le digo?, le preguntó el peluquero a lo que Miranda le respondió que eso no tiene nada que ver con lo que le decía sino con lo que estaba viendo en la televisión: la actriz del teleteatro centroamericano era la misma vendedora del puesto. No diga pavadas, don Ferreira Miranda.
Pavadas o no, le respondió el aludido, es lo que estaba viendo. ¿Y cómo fue que esa vendedora fue a parar a la pantalla de la tele? ¡Qué sé yo!, argumentó. Pues si no lo sabe para que nos lo cuenta, dijo el rapabarbas. Se los cuento porque me sucedió, no porque lo entienda.