Hubo un carnaval, hace muchos años, y en ese carnaval yo andaba de lo más coqueta con mis trenzas y mi caja enflorada, me contó la mujer sentada del lado de la ventanilla. La chicha y las miradas de los hombres me fueron poniendo querendona, la palidez del talco hizo lo suyo y los diablitos el resto.
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Hubo un carnaval, hace muchos años, y en ese carnaval yo andaba de lo más coqueta con mis trenzas y mi caja enflorada, me contó la mujer sentada del lado de la ventanilla. La chicha y las miradas de los hombres me fueron poniendo querendona, la palidez del talco hizo lo suyo y los diablitos el resto.
La abuela me dijo que capaz que mejor que no supiera quien es, porque la soledad se esconde entre los quehaceres de una madre, pero un hombre que una apenas conoce puede ser una carga más pesada. Tampoco tenía más memoria de él que una cara linda que acaso exagerara el carnaval, y así me dediqué al vientre que me crecía casi sin recordarlo.
Pero acaso fue esa sensibilidad que le brota a las madres jovencitas, o el miedo a lo que no conocemos, la cosa es que escuché a ese hombre que me prometió cuidarme a mi y a mi hijo. A la abuela le pareció más triste esta noticia que la de mi embarazo, me contaba la mujer que estaba sentada a mi lado en el ómnibus, así que me llevó bien adentro del cerro, juntó un par de plantitas y me dijo que tome un trago, capaz que me sirva para aprender algo.
Capaz que sirva, me dije sin saber qué era ese brebaje amargo y me quedé dormida. Vea, don Dubin.