Cuando Rosa y Joaquín no se conocían, capaz que se cruzaron por las calles miles de veces pero no sabían quién era el otro. Son encuentros que no cuentan, pero después de que Joaquín decidiera no ir a la cita y dejarla plantada, cada vez que se cruzaban por la calle él bajaba la mirada con vergüenza y ella lo miraba, en vano, buscando una respuesta.
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Cuando Rosa y Joaquín no se conocían, capaz que se cruzaron por las calles miles de veces pero no sabían quién era el otro. Son encuentros que no cuentan, pero después de que Joaquín decidiera no ir a la cita y dejarla plantada, cada vez que se cruzaban por la calle él bajaba la mirada con vergüenza y ella lo miraba, en vano, buscando una respuesta.
Todo fue más o menos así hasta que, mirándose al espejo, Joaquín recordó que esta historia había comenzado una mañana de domingo en la que no había soportado la soledad de su casa, y las consecuencias de esa mañana en la que salió a leer el diario a un banco de cemento de la calle Belgrano, era estar encerrado en su casa y solo, sin afeitarse por semanas, descuidado.
Se rasuró, se arregló y volvió a salir. Sentía algo de miedo, pero volvió a salir. Ya en la calle, supuso que debía pensar algo por el eventual caso de cruzarse con Rosa, y pensaba en eso cuando la vio venir en el sentido contrario de la vereda. Cuando la tuvo a su lado, casi tartamudeó al decir: lo siento, y al escuchar que ella respondía que ella también lo sentía. Y así termina la historia de Rosa y de Joaquín, que se alejaron cada uno por su lado de la vereda.