Por la mañana, siguió contando el peluquero, la misma moza de cuerpo escultural fue la que nos sirvió el desayuno. Yo creo que los administradores de los hoteles debieran fijarse en esas cosas, sentenció, porque ¿quién puede proyectar una luna de miel donde atienden empleadas como esa?
Pero usted es un hombre grande, le dijo el padrecito. Por eso mismo, dijo el peluquero. Los jóvenes tienen cantidad de oportunidades por delante, pero a mi me quedan pocas, dijo. Pero no iba a dejar plantada a la Inés Alba de la Cruz, que era bastante linda y estaba forrada en plata, no soy tan maleducado como parezco, dijo.
Así que me acerqué a la moza en cuestión cuando la dama que me acompañaba dormía la siesta, siguió contando el peluquero, y no va que la Inés Alba de la Cruz, vaya a saberse por qué, se despertó a los quince minutos y nos descubrió abrazados en la cocina.
Y bueno, dijo el mayor de los abuelos, usted se las busca. Es que soy irresistible, dijo el peluquero, pero ustedes no me van a creer: Inés Alba de la Cruz estaba tan enamorada de mi que me propuso perdonarme. ¿No está macaneando?, quiso saber Isidoro Ducase.
Ni tanto así, dijo el peluquero. Estaba yo aferrado al cuerpo escultural de esa moza cuando la otra, Inés Alba de la Cruz, me ofrecía un perdón que, comprenderán, olía a todo el dinero que se había quedado tras su divorcio. ¿Qué resolver entonces? ¿Cómo salir de semejante problema?, porque por más que yo quería deshacerme del abrazo de la moza, dijo el peluquero, no había forma de que ella me soltara.