Cuando Leopoldo recorrió con la yema de su dedo el dibujo que alguien, vaya a saberse cuando, trazó enroscado como una víbora en la piedra del antigal, recordó a ese mocito que escuchaba las ideas de la revolución en ese puerto convulsionado de las vísperas de Mayo de 1810.
inicia sesión o regístrate.
Cuando Leopoldo recorrió con la yema de su dedo el dibujo que alguien, vaya a saberse cuando, trazó enroscado como una víbora en la piedra del antigal, recordó a ese mocito que escuchaba las ideas de la revolución en ese puerto convulsionado de las vísperas de Mayo de 1810.
Esas proclamas y discursos aseguraban lo que iría a suceder porque para ellos el destino parecía un trazado prístino. Creyendo en la claridad de esas palabras, Leopoldo se sumó a la tropa que marcharía primero a Córdoba para acabar con la resistencia del último virrey y luego a los pueblos altos, donde yo vivía sin esperarlos siquiera, para sumarnos a ese siglo de luces que nacía.
La victoria patria en la pampa de Suipacha no hizo sino corroborarles una fe que se derrumbó a orillas del lago Titicaca, cuando nos destruyeron en Huaqui. Pero no se trataba del azar de la victoria y la derrota, sino que más allá de las palabras que pretendían explicarla, la realidad latía siempre más allá.
Leopoldo recién supo que la vida era un misterio insondable cuando tuvo que huir de la represalia de los realistas victoriosos, y entonces supo que su vida no era como se la habían explicado y que es el desafío de la vida tratar de transitarla con algo de dignidad. Que la vida no era distinta a esos dibujos enroscados en la piedra, un diseño que no podíamos explicar porque acaso no tuviera explicación.
Fue entonces que el viento nos trajo la tonada de los soldados realistas, acaso de la misma edad que nosotros, tan jóvenes, y así escuchamos sus historias.