En un mundo que a menudo premia la dureza, la rapidez y la eficiencia, hablar de sensibilidad parece casi un acto de valentía. Ser sensible no es una debilidad, aunque tantas veces se nos haya hecho creer lo contrario. Es, en realidad, un poder silencioso, una forma profunda de estar en contacto con la vida, con los otros y con uno mismo. Nos atraviesa, nos conmueve, nos expande.
inicia sesión o regístrate.
En un mundo que a menudo premia la dureza, la rapidez y la eficiencia, hablar de sensibilidad parece casi un acto de valentía. Ser sensible no es una debilidad, aunque tantas veces se nos haya hecho creer lo contrario. Es, en realidad, un poder silencioso, una forma profunda de estar en contacto con la vida, con los otros y con uno mismo. Nos atraviesa, nos conmueve, nos expande.
Ser sensibles no es sólo llorar fácilmente o emocionarse con una canción; es tener la capacidad de registrar matices que otros tal vez no perciben, es vivir con una piel más fina, una antena más aguda, un corazón más disponible.
Nos enseñaron a protegernos, a reprimir lo que sentimos para no incomodar, para no ser juzgados, para no parecer "demasiado". Pero ¿cuántas veces esa coraza nos alejó de experiencias auténticas, de vínculos verdaderos, de momentos mágicos que sólo se revelan cuando estamos abiertos?
La sensibilidad no nos vuelve frágiles, nos hace humanos. Es un canal hacia la empatía, hacia la ternura, hacia la compasión. Es esa fuerza que nos permite mirar al otro sin armaduras, reconocer el dolor ajeno como legítimo y tender una mano sin sentir que estamos perdiendo algo por hacerlo.
Cuando nos permitimos ser sensibles, algo en nuestro interior se aquieta. Se disuelve esa tensión de estar siempre a la defensiva, de aparentar que nada nos afecta. Nos volvemos más honestos con nosotros mismos. Aprendemos a nombrar lo que sentimos sin vergüenza, a llorar si lo necesitamos, a reír con ganas, a decir "esto me duele" sin sentir culpa. En esa transparencia, nos encontramos con una versión más genuina de nosotros, una que no necesita aparentar ni esconder. Es como volver a casa.
La sensibilidad no es un destino, es una forma de transitar el camino. Nos recuerda que está bien detenerse, que no todo es resolver o avanzar. A veces es sólo respirar y sentir. Escuchar a alguien sin interrumpir. Sentir el impacto de una palabra, de una mirada, de un silencio. Agradecer un gesto, saborear un instante, dejarse abrazar sin prisa.
No se trata de vivir dramatizando cada cosa, sino de vivir plenamente, con el corazón dispuesto. Y eso es, también, una forma de coraje.
Muchas veces la sensibilidad se activa en momentos de vulnerabilidad. Cuando una pérdida nos atraviesa, cuando un recuerdo nos desborda, cuando un gesto pequeño nos toca hondo. Ahí, donde las estructuras se tambalean, surge una verdad que no necesita explicación. Es en esos momentos donde podemos elegir no huir, no tapar, no negar. Podemos quedarnos, sentir, aprender. Podemos hacernos cargo de lo que somos, con todo lo que eso implica.
Porque sentir duele a veces, sí, pero también libera. Y en ese liberar, algo se acomoda, algo se alivia, algo se comprende.
Permitirnos ser sensibles es también recuperar lo poético del vivir. Es mirar la belleza en lo cotidiano, descubrir lo extraordinario en lo simple. Una flor que se abre, una canción que nos eriza la piel, una conversación sincera, una mano que se entrelaza con la nuestra. Es poder detenernos a admirar, a agradecer, a emocionarnos sin medir.
Nos conecta con la humildad de sabernos parte de algo más grande, con la capacidad de asombro, con el milagro que habita en lo común.
No hay una sola manera de ser sensible. Cada persona lo vive a su modo. Algunos lo expresan en palabras, otros en silencios. Algunos lo manifiestan en el arte, en el cuidado, en el servicio, en la presencia. Lo importante es que podamos reconocerla como una virtud, como un don, como una forma legítima y hermosa de estar en el mundo. Y que dejemos de juzgarla como algo que hay que superar o esconder.
Quizás hoy sea un buen momento para aflojar un poco la exigencia, para mirar hacia dentro y preguntarnos con honestidad qué estamos necesitando. Tal vez sea descanso, ternura, compañía, un abrazo largo. Tal vez sea tiempo para llorar, o para reír sin motivo. Sea lo que sea, que podamos escucharlo sin prisa, sin juicio. Que podamos decirnos: está bien sentir.
Está bien ser sensibles. Porque ahí, en esa apertura, es donde empieza lo verdaderamente humano. Y eso, en sí mismo, ya es una forma de sanar. Namasté. Mariposa Luna Mágica.