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14 de Julio,  Jujuy, Argentina
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Verdaderos maestros

Lunes, 14 de julio de 2025 01:04

Amo cuando los niños nos bajan a tierra, nos dan un baño de humanidad y nos espantan de un plumazo esa ridícula idea de que la adultez es igual a sapiencia. ¿Desde cuándo creemos que nosotros, los grandes, somos los que enseñamos y los niños los que deben aprender? íClaro que no! ¡Y cuánta falta nos hace recordar esto en nuestro día a día!

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Amo cuando los niños nos bajan a tierra, nos dan un baño de humanidad y nos espantan de un plumazo esa ridícula idea de que la adultez es igual a sapiencia. ¿Desde cuándo creemos que nosotros, los grandes, somos los que enseñamos y los niños los que deben aprender? íClaro que no! ¡Y cuánta falta nos hace recordar esto en nuestro día a día!

Esta mañana he traído a mi hija a un club hípico a las afueras de la ciudad, donde su mejor amiga celebra su cumpleaños número once. Conozco a la familia y, para ahorrarme viajes y acompañar a la madre, me invitaron a quedarme también al festejo. Mi primera lección estuvo a cargo de Ale, un niño de ocho años hermoso, muy correcto, muy educado y cordial que, cuando vio que yo andaba medio perdida, me invitó a recorrer los studs, para mostrarme uno a uno sus caballos. Así conocí a Spirit, Bailey, Andrómada con su potrillo recién nacido, Victoria y su potrillo Patricio, y un par más que no recuerdo. Con mucha paciencia y seguridad, Ale me explicó cómo se cuida el caballo, cuánto duerme, cuánto come, cuánto tiempo está en la panza de su mamá antes de nacer y cuánto vive un caballo, entre otras tantas lecciones. Cuando volvimos del recorrido, me agradeció la atención con una sonrisa llena de ternura y se ofreció a aclararme cualquier duda que me surgiera. Le faltaba solo una corbata y un traje para parecerse al guía del museo de Historia Natural de NY.

Apenas me senté, apareció frente a mí, escondida tras un ramillete de flores del pasto, mi segunda maestra del día: Lucía, de tres años, quien me invitó a recorrer el club y a tirarme de un pequeño tobogán de latón que se encontraba bajo los árboles. Le agradecí y le expliqué que yo no podía, porque soy muy grande y pesada. Pero la pequeña rubiecita de cachetes colorados, me miró con sus ojos pícaros y entre risas me explicó que es muy fuerte este tobogán y vos no estás tan gorda. Yo seguí negándome, porque así hacemos los adultos cuando nos creemos dueños de la verdad, pero ella se acercó, me tomó de la mano y me alentó: dale, vas a ver qué divertido es. Venciendo todos mis prejuicios y limitaciones, incluyendo cierto grado de vergüenza, me subí al tobogán y me deslicé encantada. Abajo, mi maestra me esperaba con la cara llena de sonrisa: "¿Viste qué lindo? ¡Otra vez!"

La tercera maestra me miraba desde una hamaca frente al tobogán. Valeria, de diez años, enfundada en su traje de hipismo, botas largas hasta la rodilla, calzas y camisa. Le pregunté lo obvio y enseguida me ruboricé por mi necedad: "¿vos montás?" Con benevolencia me sonrió y asintió con la cabeza. Luego miré atrás de ella lo que parecía una pista de forma circular y, para desviar la atención de mi estúpida pregunta, le consulté qué era aquello y para qué servía. Ella me contestó con entusiasmo que es una pista donde se le da cuerda a los caballos. A mi me pareció tan simpática la respuesta que se me escapó una sonrisa. Imaginé una cajita de música con un pequeño carrusel, y diminutos caballitos subiendo y bajando al compás de la música. Ella frunció el entrecejo, ladeó la cabeza sobre su hombro izquierdo y (estoy completamente segura) me leyó la mente. Entonces se paró, me invitó a seguirla y me mostró la pista circular. "Acá se para el jinete, ¿ves? En el medio, y con la soga, lo hace trotar o correr al caballito para que entre en calor antes de empezar a montarlo, antes de saltar, o lo que sea que vaya a hacer. Es un precalentamiento". A esas alturas, yo ya había dejado mi título de adulta sabihonda, y solo me limité a escuchar las explicaciones y a caminar atrás de mi maestra. Con paciencia, me enseñó las diferentes pistas, me dijo cómo se llama cada actividad y cada destreza.

Ahora, sentada en frente de un sector de juegos donde los niños armaron una pista de saltos para ellos mismos, miro con respeto a mis pequeños maestros. Recuerdo que, cuando hacía las prácticas para recibirme de docente, había tomado varias de estas lecciones de mis alumnos más pequeños. Una vez que llevé un lápiz de un metro y medio íntegramente hecho de goma espuma para enseñarles que en inglés eso se dice pencil, Pablito,un niño de siete años, me dijo: íeh, señorita, ese lápiz es para tontos! íNo hacía falta que sea tan grande! Esa tarde aprendí que no debía subestimar...

Claramente se ve que, cada tanto, necesitamos refrescar las lecciones aprendidas. Tal vez, a fuerza de repetición, nos bajemos del pony y reconozcamos con humildad a quienes son nuestros verdaderos maestros.

 

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