Laberintos humanos. Derechos adquiridos
Don Estanislao Santamaría le habló al Coquena de esos paisanos que cazaban para darle de comer a sus hijos. A esos no hay que castigarlos porque es como el puma que caza para comer, todos tenemos derecho a no pasar hambre, le dijo. Pero se habla de una banda que se enriquece matándolos para vender la lana.
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Laberintos humanos. Derechos adquiridos
Don Estanislao Santamaría le habló al Coquena de esos paisanos que cazaban para darle de comer a sus hijos. A esos no hay que castigarlos porque es como el puma que caza para comer, todos tenemos derecho a no pasar hambre, le dijo. Pero se habla de una banda que se enriquece matándolos para vender la lana.
De eso debe encargarse, le dijo. Yo no tengo presupuesto para tanto, menos cuando la guerra civil asola estas provincias, así que vine a pedirle ayuda, explicó Santamaría y el Coquena, que jugueteaba con la serpiente que llevaba por lazo, sabio como lo es la gente de campo, le dijo que alcanzaba con castigar alguno para que empiece a correr el cuento.
El Coquena asintió con la cabeza, se puso de pie y montó en su suri para correr por la playa. Al poco andar, una decena de vicuñas comenzó a seguirlo y se cruzó con un tal Prístino Quispe, que caminaba lento con su trabuco al hombro. ¿Qué busca, bueno hombre?, le preguntó desde arriba del lomo del suri.
Carne para mis wawas, dijo don Prístino Quispe con los ojos bien abiertos de ver tanta vicuña, y el Coquena le indicó un árbol a cuyo pie estaba enterrado un tesoro: decenas de doblones de plata con los que les puede dar una mejor vida a sus changuitos. ¿Y todo eso es para mí?, le preguntó el paisano sorprendido.
Lleve cuanto necesite, le dijo el Coquena, y Prístino Quispe cavó y se llevó en las alforjas sólo los doblones que necesitaba. Desde lejos, el Coquena lo observó junto a sus vicuñas, y le aseguró a don Estanislao que ya había comenzado su trabajo.