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30 de Junio,  Jujuy, Argentina
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Juan Bustos y Abelardo

Jueves, 05 de febrero de 2015 00:00

Los padres jesuitas echaron el ojo sobre ese changuito: Juan Bustos, hijo de comerciantes pobres que creían que la naturaleza era una extensión del orden que imponía la monarquía, y toda esa selva paraguaya era la sombra de la capa del rey. Era un niño serio que se paseaba a paso lento bajo los árboles con las manos tomadas a la espalda.

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Los padres jesuitas echaron el ojo sobre ese changuito: Juan Bustos, hijo de comerciantes pobres que creían que la naturaleza era una extensión del orden que imponía la monarquía, y toda esa selva paraguaya era la sombra de la capa del rey. Era un niño serio que se paseaba a paso lento bajo los árboles con las manos tomadas a la espalda.

Todo parecía cuadrar: los encomenderos se habían juntado para resistirle al rey, un monarca al que alzaban los padres, al menos por ese entonces. Y Juan Bustos estaba del lado de los religiosos y del rey cuando en su niñez contemplaba la selva para imaginarse en el coro cotidiano de las misiones, entre el suelo rojo y el aire verde.

Y con rapidez aprendía las cosas necesarias: latín y guaraní, música y oratoria, y conocía a los indios de ropa blanca que trabajaban entre las jaculatorias, hermanos de calma armonía y habla suave y cantarina. Ni por asomo podía imaginar el niño que esos días se acababan por el choque de las miserias de otro mundo: el de afuera.

De la noche a la mañana, los padres debieron empacar sus cosas y partir porque el rey ya no los quería en su suelo. Juan Bustos vio, siendo niño, como se destejía la trama de ese mundo en el que se reflejaban las palabras de sus padres. Pero la orden tenía aún un ruedo por tejer, y era bajo la tutela del padre Abelardo.

Cuando todos los hermanos debieron partir, Abelardo tomó la mano de tres de sus alumnos más inteligentes y se perdió en la selva, donde alzó una pequeña escuela oculta de un siglo que lo aturdía todo.

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