Pleuro Díaz, el ermitaño, comparaba al mundo con ese pajarito que se pierde en el follaje, dándonos alegría pero sin atarnos a su vuelo. Su experiencia con la soledad le había enseñado que el deseo nace cuando el alma se aburre. La pereza es la madre de todos los vicios, sabían decir los abuelos y era cierto.
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Pleuro Díaz, el ermitaño, comparaba al mundo con ese pajarito que se pierde en el follaje, dándonos alegría pero sin atarnos a su vuelo. Su experiencia con la soledad le había enseñado que el deseo nace cuando el alma se aburre. La pereza es la madre de todos los vicios, sabían decir los abuelos y era cierto.
De tanto mirar el mundo con la sola compañía de la vertiente, había comenzado a aburrirse y empezó a saberlo cuando recibió la visita de la Martelia, no porque le interesara sino porque le recordaba todo aquello que había dejado al abandonar el pueblo. Como no había otra cosa para hacer, se dedicaba a acariciar su imagen en el corazón.
Allí nacen las necesidades, sean buenas, sean malas o sean neutras, y para evitar caer en ellas se puso a levantar una pirca que acaso no precisara, pero que lo mantendría ocupado. Al anochecer estaba agotado de andar alzando y acomodando piedras, pero ya la semilla había germinado en su alma y tuvo un sueño al dormir.
No era, como en todos estos años, un sueño calmo del que poder despertarse con una sonrisa. No recordaba realmente el tema del sueño, pero despertó antes de la salida del sol y, en vez de sentarse para ver nacer el día, sintió esa angustia chiquitita que se parece a la nostalgia. Ya no miraba el mundo sino que recordaba.
Poco a poco, la sensación fue creciendo y ocupando sus horas como si se tratara de una enfermedad. A la semana ya no podía mirar nada sin que se le mezclara con el tinte de la memoria, y comprendió que algo en su vida había terminado.