Tras mucho andar después de haber dejado a su marido, la Martelia vio al Pleuro Díaz, el ermitaño, solitario junto al manantial. Se le acercó con ternura y le sonrió. ¿Te acordás de mí?, le preguntó. No, le respondió.
inicia sesión o regístrate.
Tras mucho andar después de haber dejado a su marido, la Martelia vio al Pleuro Díaz, el ermitaño, solitario junto al manantial. Se le acercó con ternura y le sonrió. ¿Te acordás de mí?, le preguntó. No, le respondió.
Soy la Martelia, dijo confiando en que tantos años la habrían borroneado. Volvió a sonreír y le escuchó decir: ah. No hubo otra palabra en esas horas ni en las que restaron hasta que se fue extinguiendo el día, cuando se marchó apenas despidiéndose con un saludo lejano y frío.
Desanduvo apurada todo el camino que había transitado sin estar muy segura de lo que quería, por eso el andar fue más lento y pesado. Ya regresando al pueblo, los vecinos la vieron con su bolso pequeño, de pocas cosas, pero la Martelia pensó que no era importante. Tenía derecho de andar por donde quisiera.
Al llegar a su casa, vio al marido sentado ante la mesa de la cocina. No le preguntó nada ni ella pensó que debía darle explicaciones, abrió la alacena para cocinar unos fideos y los sirvió, Cenaron en silencio. Luego alzó los platos y el hombre le tomó la mano, sólo le dijo que era bueno que hubiera regresado.
Recién cuando lavaba la vajilla, la Martelia tomó cuenta de la dimensión de lo que le había pasado y lloró unas pocas lágrimas que nadie pudo ver. Eso es lo último que supe de esta mujer, nos dijo Blanca creyendo que con eso alcanzaba, y el padrecito concluyó que nadie es nadie como para andar juzgando.
No, dijo el comisario Pierro, vivir ya es demasiado difícil como para andar hablando de cómo lo hacen los otros.
.